– Sí, pero ese combate se cumple en varios planos -dijo Oliveira saliendo de un largo mutismo-. En lo que acabás de leernos está bien claro que Morelli condena en el lenguaje el reflejo de una óptica y de un
– Feliz del que encuentra sus pares, los lectores activos -recitó Wong-. Está en ese papelito azul, en la carpeta 21. Cuando leí por primera vez a Morelli (en Meudon, una película secreta, amigos cubanos) me pareció que todo el libro era la Gran Tortuga patas arriba. Difícil de entender.
Morelli es un filósofo extraordinario, aunque sumamente bruto a ratos.
– Como tú -dijo Perico bajándose del taburete y entrando a codazos en el círculo de la mesa-. Todas esas fantasías de corregir el lenguaje son vocaciones de académico, chico, por no decirte de gramático. Descender o bajar, la cuestión es que el personaje se largó escalera abajo y se acabó.
– Perico -dijo Etienne- nos salva de un excesivo confinamiento, de remontar a las abstracciones que a veces le gustan demasiado a Morelli.
– Te diré -dijo Perico conminatorio-. A mí eso de las abstracciones…
El coñac le quemó la garganta a Oliveira, que resbalaba agradecido a la discusión donde por un rato todavía podría perderse. En algún pasaje (no sabía exactamente cuál, tendría que buscarlo) Morelli daba algunas claves sobre un método de composición. Su problema previo era siempre el resecamiento, un horror mallarmeano frente a la página en blanco, coincidente con la necesidad de abrirse paso a toda costa. Inevitable que una parte de su obra fuese una reflexión sobre el problema de escribirla. Se iba alejando así cada vez más de la utilización profesional de la literatura, de ese tipo de cuentos o poemas que le habían valido su prestigio inicial. En algún otro pasaje Morelli decía haber releído con nostalgia y hasta con asombro textos suyos de años atrás. ¿Cómo habían podido brotar esas invenciones, ese desdoblamiento maravilloso pero tan cómodo y tan simplificante de un narrador y su narración? En aquel tiempo había sido como si lo que escribía estuviese ya tendido delante de él, escribir era pasar una Lettera 22 sobre palabras invisibles pero presentes, como el diamante por el surco del disco. Ahora sólo podía escribir laboriosamente, examinando a cada paso el posible contrario, la escondida falacia (habría que releer, pensó Oliveira, un curioso pasaje que hacía las delicias de Etienne), sospechando que toda idea clara era siempre error o verdad a medias, desconfiando de las palabras que tendían a organizarse eufónica, rítmicamente, con el ronroneo feliz que hipnotiza al lector después de haber hecho su primera víctima en el escritor mismo. («Sí, pero el verso…» «Sí, pero esta nota en que habla del ‘swing’ que pone en marcha el discurso…») Por momentos Morelli optaba por una conclusión amargamente simple: no tenía ya nada que decir, los reflejos condicionados de la profesión confundían necesidad con rutina, caso típico de los escritores después de los cincuenta años y los grandes premios. Pero al mismo tiempo sentía que jamás había estado tan deseoso, tan urgido de escribir. ¿Reflejo, rutina, esa ansiedad deliciosa al entablar la batalla consigo mismo, línea a línea? ¿Por qué, en seguida, un contragolpe, la carrera descendente del pistón, la duda acezante, la sequedad, la renuncia?
– Che -dijo Oliveira- ¿dónde estaba el pasaje de la sola palabra que te gustaba tanto?
– Lo sé de memoria -dijo Etienne-. Es la preposición