– Para surrealistas ya ha habido de sobra -dijo Perico. -No se trata de una empresa de liberación verbal -dijo Etienne-. Los surrealistas creyeron que el verdadero lenguaje y la verdadera realidad estaban censurados y relegados por la estructura racionalista y burguesa del occidente. Tenían razón, como lo sabe cualquier poeta, pero eso no era más que un momento en la complicada peladura de la banana. Resultado, más de uno se la comió con la cáscara. Los surrealistas se colgaron de las palabras en vez de despegarse brutalmente de ellas, como quisiera hacer Morelli desde la palabra misma. Fanáticos del verbo en estado puro, pitonisos frenéticos, aceptaron cualquier cosa mientras no pareciera excesivamente gramatical. No sospecharon bastante que la creación de todo un lenguaje, aunque termine traicionando su sentido, muestra irrefutablemente la estructura humana, sea la de un chino o la de un piel roja. Lenguaje quiere decir residencia en una realidad, vivencia en una realidad. Aunque sea cierto que el lenguaje que usamos nos traiciona (y Morelli no es el único en gritarlo a todos los vientos) no basta con querer liberarlo de sus tabúes. Hay que re-vivirlo, no re-animarlo.
– Suena solemnísimo -dijo Perico.
– Está en cualquier buen tratado de filosofía -dijo tímidamente Gregorovius, que había hojeado entomológicamente las carpetas y parecía medio dormido-. No se puede revivir el lenguaje si no se empieza por intuir de otra manera casi todo lo que constituye nuestra realidad. Del ser al verbo, no del verbo al ser.
– Intuir -dijo Oliveira- es una de esas palabras que lo mismo sirven para un barrido que para un fregado. No le atribuyamos a Morelli los problemas de Dilthey, de Husserl o de Wittgenstein. Lo único claro en todo lo que ha escrito el viejo es que si seguimos utilizando el lenguaje en su clave corriente, con sus finalidades corrientes, nos moriremos sin haber sabido el verdadero nombre del día. Es casi tonto repetir que nos venden la vida, como decía Malcolm Lowry, que nos la dan prefabricada. También Morelli es casi tonto al insistir en eso, pero Etienne acierta en el clavo: por la práctica el viejo se muestra y nos muestra la salida. ¿Para qué sirve un escritor sino para destruir la literatura? Y nosotros, que no queremos ser lectores-hembra, ¿para qué servimos sino para ayudar en lo posible a esa destrucción?
– ¿Pero y después, qué vamos a hacer después? -dijo Babs.
– Me pregunto -dijo Oliveira-. Hasta hace unos veinte años había la gran respuesta: la Poesía, ñata, la Poesía. Te tapaban la boca con la gran palabra. Visión poética del mundo, conquista de una realidad poética. Pero después de la última guerra, te habrás dado cuenta de que se acabó. Quedan poetas, nadie lo niega, pero no los lee nadie.
– No digas tonterías -dijo Perico-. Yo leo montones de versos.
– Claro, yo también. Pero no se trata de los versos, che, se trata de eso que anunciaban los surrealistas y que todo poeta desea y busca, la famosa realidad poética. Creeme, querido, desde el año cincuenta estamos en plena realidad tecnológica, por lo menos estadísticamente hablando. Muy mal, una lástima, habrá que mesarse los cabellos, pero es así.
– A mí se me importa un bledo la tecnología -dijo Perico-. Fray Luis, por ejemplo…
– Estamos en mil novecientos cincuenta y pico. -Ya lo sé, coño.
– No parece.
– ¿Pero es que te crees que yo me voy a colocar en una puñetera posición historicista?
– No, pero deberías leer los diarios. A mí me gusta tan poco la tecnología como a vos, solamente que siento lo que ha cambiado el mundo en los últimos veinte años. Cualquier tipo con más de cuarenta abriles tiene que darse cuenta, y por eso la pregunta de Babs nos pone a Morelli y a nosotros contra la pared. Está muy bien hacerle la guerra al lenguaje emputecido, a la literatura por llamarla así, en nombre de una realidad que creemos verdadera, que creemos alcanzable, que creemos en alguna parte del espíritu, con perdón de la palabra. Pero el mismo Morelli no ve más que el lado negativo de su guerra. Siente que tiene que hacerla, como vos y como todos nosotros. ¿Y?