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—¡Ah, si Harry Potter supiera...! —gimió Dobby, mientras le caían más lágrimas en el viejo almohadón—. ¡Si supiera lo que significa para nosotros, los parias, los esclavizados, la escoria del mundo mágico...! Dobby recuerda cómo era todo cuando El-que-no-debe-nombrarse estaba en la cima del poder, señor. ¡A nosotros los elfos domésticos se nos trataba como a alimañas, señor! Desde luego, así es como aún tratan a Dobby, señor —admitió, secándose el rostro en el almohadón—. Pero, señor, en lo principal la vida ha mejorado para los de mi especie desde que usted derrotó al Que-no-debe-ser-nombrado. Harry Potter sobrevivió, y cayó el poder del Señor Tenebroso, surgiendo un nuevo amanecer, señor, y Harry Potter brilló como un faro de esperanza para los que creíamos que nunca terminarían los días oscuros, señor... Y ahora, en Hogwarts, van a ocurrir cosas terribles, tal vez están ocurriendo ya, y Dobby no puede consentir que Harry Potter permanezca aquí ahora que la historia va a repetirse, ahora que la Cámara de los Secretos ha vuelto a abrirse...

Dobby se quedó inmóvil, aterrorizado, y luego cogió la jarra de agua de la mesilla de Harry y se dio con ella en la cabeza, cayendo al suelo. Un segundo después reapareció trepando por la cama, bizqueando y murmurando:

—Dobby malo, Dobby muy malo...

—¿Así que es cierto que hay una Cámara de los Secretos? —murmuró Harry—.

Y... ¿dice que se había abierto en anteriores ocasiones? ¡Hable, Dobby! —Sujetó la huesuda muñeca del elfo a tiempo de impedir que volviera a coger la jarra del agua—.

Además, yo no soy de familia muggle. ¿Por qué va a suponer la cámara un peligro para mi?

—Ah, señor, no me haga más preguntas, no pregunte más al pobre Dobby

—tartamudeó el elfo. Los ojos le brillaban en la oscuridad—. Se están planeando acontecimientos terribles en este lugar, pero Harry Potter no debe encontrarse aquí cuando se lleven a cabo. Váyase a casa, Harry Potter. Váyase, porque no debe verse involucrado, es demasiado peligroso...

—¿Quién es, Dobby? —le preguntó Harry, manteniéndolo firmemente sujeto por la muñeca para impedirle que volviera a golpearse con la jarra del agua—. ¿Quién la ha abierto? ¿Quién la abrió la última vez?

—¡Dobby no puede hablar, señor, no puede, Dobby no debe hablar! —chillé el elfo—. ¡Váyase a casa, Harry Potter, váyase a casa!

—¡No me voy a ir a ningún lado! —dijo Harry con dureza—. ¡Mi mejor amiga es de familia muggle, y su vida está en peligro si es verdad que la cámara ha sido abierta!

—¡Harry Potter arriesga su propia vida por sus amigos! —gimió Dobby, en una especie de éxtasis de tristeza—. ¡Es tan noble, tan valiente...! Pero tiene que salvarse, tiene que hacerlo, Harry Potter no puede...

Dobby se quedó inmóvil de repente, y temblaron sus orejas de murciélago. Harry también lo oyó: eran pasos que se acercaban por el corredor.

—¡Dobby tiene que irse! —musitó el elfo, aterrorizado.

Se oyó un fuerte ruido, y el puño de Harry se cerró en el aire. Se echó de nuevo en la cama, con los ojos fijos en la puerta de la enfermería, mientras los pasos se acercaban.

Dumbledore entró en el dormitorio, vestido con un camisón largo de lana y un gorro de dormir. Acarreaba un extremo de lo que parecía una estatua. La profesora McGonagall apareció un segundo después, sosteniendo los pies. Entre uno y otra, dejaron la estatua sobre una cama.

—Traiga a la señora Pomfrey —susurró Dumbledore, y la profesora McGonagall desapareció a toda prisa pasando junto a los pies de la cama de Harry. Harry estaba inmóvil, haciéndose el dormido. Oyó voces apremiantes, y la profesora McGonagall volvió a aparecer, seguida por la señora Pomfrey, que se estaba poniendo un jersey sobre el camisón de dormir. Harry la oyó tomar aire bruscamente.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó la señora Pomfrey a Dumbledore en un susurro, inclinándose sobre la estatua.

—Otra agresión —explicó Dumbledore—. Minerva lo ha encontrado en las escaleras.

—Tenía a su lado un racimo de uvas —dijo la profesora McGonagall—.

Suponemos que intentaba llegar hasta aquí para visitar a Potter.

A Harry le dio un vuelco el corazón. Lentamente y con cuidado, se alzó unos centímetros para poder ver la estatua que había sobre la cama. Un rayo de luna le caía sobre el rostro.


Era Colin Creevey. Tenía los ojos muy abiertos y sus manos sujetaban la cámara de fotos encima del pecho.

—¿Petrificado? —susurró la señora Pomfrey.

—Sí —dijo la profesora McGonagall—. Pero me estremezco al pensar... Si Albus no hubiera bajado por chocolate caliente, quién sabe lo que podría haber...

Los tres miraban a Colin. Dumbledore se inclinó y desprendió la cámara de fotos de las manos rígidas de Colin.

—¿Cree que pudo sacar una foto a su atacante? —le preguntó la profesora McGonagall con expectación.

Dumbledore no respondió. Abrió la cámara.

—¡Por favor! —exclamó la señora Pomfrey.

Un chorro de vapor salió de la cámara. A Harry, que se encontraba tres camas más allá, le llegó el olor agrio del plástico quemado.

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