Ya te he dicho que no era la primera vez que alguien me decía que debía escribir sobre el embarazo, o sobre mi
embarazo (la verdad es que yo odio decir embarazo y prefiero decir preñez, porque la palabra embarazo implica algo vergonzoso, molesto, mientras que preñez reivindica la parte más animal del asunto). De hecho, todos me lo decían por aquel entonces, conocidos y desconocidos, amigos que me llamaban para felicitarme (por el éxito del libro o por mi nuevo estado o por ambas cosas) y periodistas que me entrevistaban, gente que me abordaba por la calle porque me acababan de reconocer (te digo que me hice muy famosa, sobre todo porque en el libro había testimonios sobre adolescentes que vivían la cultura del botellón o del éxtasis, y como el tema estaba candente, me llamaron para que participara en tropecientos mil programas de radio y en algunos debates de televisión), hasta el mismo portero del edificio me lo preguntó. En fin, tú imagínate que a Iñaki Gabilondo le sale una erupción en la piel y de repente todo cristo le pregunta si se está planteando escribir un libro sobre la dermatitis atópica. Pues más o menos así me sentía yo. ¿Qué iba a poder escribir? ¿De qué otra cosa iba a poder escribir? ¿Cómo evitar contar la realidad de mi embarazo, que en nada se parecía a esas vivencias color pastel que la gente gusta de asociar con lo que llaman «el estado de buena esperanza»? ¿Qué editorial iba a querer publicar algo así?:«Hoy me he levantado con una náusea pegajosa en el estómago, como si me hubiera comido un kilo de toffees. Además, me dolía cada hueso de mi cuerpo. Cuando de alguna manera he conseguido arrastrarme hasta el cuarto de baño me he encontrado en el espejo con una réplica de mi persona a la que por poco no reconozco, porque no me acordaba de que las tetas me llegan hasta el ombligo. Y la verdad, no sé cómo había podido olvidarme, porque me duelen tanto que se me hace imposible obviarlas. En fin… ¡qué bonito es estar embarazada!»
Y es que, lejos del éxtasis sublime y la sensación de plena realización que se suponía que yo debía experimentar, llevaba cuatro meses más que largos viviendo lo que parecía ser la gripe más persistente de mi vida, un malestar físico constante, no lo suficientemente grave para que tuviera que guardar cama pero sí lo bastante insidioso como para que cualquier actividad física o mental me resultase una tortura, no digamos ya la promoción de un libro por los pueblos de España con sus correspondientes sesiones de entrevistas y firmas. Y, para colmo, todo el mundo, lectoras incluidas, empeñados en que escribiera sobre el bonito estado en el que me encontraba. Lo dicho: «buena esperanza» le llaman. Esperanza de que aquello acabara de una vez.
Cuando terminamos con las sesiones de firmas, y aprovechando que en el día de Sant Jordi los libros se venden con descuento, me compré, en la misma librería en cuya caseta había firmado el libro para Nuria la princesa, una especie de diario-ensayo cuya lectura me había recomendado fervientemente Elena: Tiempo de espera,
de Carme Riera. Lo leí -o más bien lo devoré- en menos de una hora y, cuando lo cerré, me quedé con la sensación de que un abismo se abría entre la percepción del embarazo según la Riera y la realidad que yo estaba viviendo. En aquellas páginas -maravillosamente escritas, por cierto- se describía una especie de remanso idílico de días huecos y redondos, una paz derivada de la conexión mística entre la madre y el bebé. Nada que ver con lo mío: yo me sentía como la teniente Ripley teniendo que manejar una nave en la que se había colado un alien, con la diferencia de que no contaba ni con el valor ni con la resistencia física de la heroína galáctica. Además, ¿acaso nunca había vomitado la Riera, no se había mareado, no se cansaba, no le dolían todos y cada uno de los huesos?