Pensaba yo que quizá mi malestar físico no fuera otra cosa que una manifestación psicosomática: en realidad no quería tener un bebé, así que mi cuerpo estaba haciendo todo lo posible por rechazarlo. ¿No sería que ella era una mujer de una pieza, estable y serena, y yo poco más que una niñata inmadura e histérica? Acabé por escribir a la autora y le dije algo así como: «Me ha encantado tu libro, pero lo que describes no se parece en nada a mi vivencia del embarazo…» Ella me respondió a vuelta de
Yo no te quiero vender la moto de que el embarazo es un proceso maravilloso. De paso, tampoco quiero convencerte de que te ha tocado una madre estupenda ni pretendo que de mayor me idealices a base de ocultarte lo peor de mí. Mujer, no es que te lo vaya a contar todo, todo, pero uno de los problemas de ser despistada es el de que a los distraídos no sólo se nos da mal mentir, sino también economizar con la verdad, tú ya me entiendes, porque antes o después me olvido de que había algo que no debía decir y siempre acabo por meter la pata. Es decir, por ejemplo, que a qué vendría escribir aquí que nunca jamás dudé que quisiera tenerte o que el embarazo fue un estado pleno y dichoso de gozosa espera, si me conozco y sé que cualquier día, dentro de unos años, te acabaría contando la verdad a poco que tú me preguntaras. Espero que entiendas que yo no soy más que el vehículo que la Providencia o Dios o la Diosa o el Uno o el Todo o el Orden Cósmico o como quieras llamarlo puso a tu disposición para que tú vinieras al mundo, y que nunca tienes que esperar el tener una madre perfecta, porque yo no lo soy, ni de lejos.
De todas formas, me viene a la cabeza una frase que alguna señora con hijos me dijo una vez refiriéndose a la educación de los suyos: «Los niños aprenden más de lo que no se les dice que de lo que se les dice», con lo que quería decir que cuando les mientes, acaban por darse cuenta y la verdad que pretendía ocultárseles se les queda mucho más grabada que cualquier mentira que se les hubiera dicho. Algo parecido a lo que leí sobre niños con orejas de soplillo: si sus padres se empeñan en ocultar el defecto dejándoles crecer el pelo, los niños entienden que sus orejas son algo que hay que esconder a toda costa, algo repugnante, obsceno, y acaban mucho más acomplejados que si mamá les hubiera cortado el pelo al rape o peinado o con coletitas. La verdad es esquiva, juega al escondite, se repliega si la buscas, aparece cuando menos te lo esperas, y si intentas ignorarla se planta firme ante ti, agitando los brazos.
Te vengo a contar lo de los libros sobre embarazo porque este tema me tuvo muy interesada durante nueve meses. ¿Por qué, me preguntaba yo, si los dos acontecimientos límite en la vida del ser humano son, lógicamente, el nacimiento y la muerte, la una está tan tratada en la literatura mientras que el otro prácticamente no está descrito? Apenas hay descripciones de partos ni embarazos en los clásicos, omisión no tan sorprendente si se tiene en cuenta que el noventa y nueve por ciento de la literatura universal está escrita por hombres, y por eso queda constancia de los modelos exactos de botines que calzaba la Bovary (hasta Vargas Llosa tiene un estudio sobre el particular) y de sus desvelos para encontrar unas cortinas elegantes que le dieran un toque de distinción a su saloncito, pero nada se cuenta de esos largos nueve meses que pasó embarazada ni de las doce horas de parto que atravesó (si es que no fueron más) ni del mes de puerperio que debió pasar en la cama (como cualquier otra burguesita decimonónica). No recuerdo ningún párrafo que detallara sus vómitos matinales o sus problemas con el corsé cuando el pecho empezó a crecerle y la cintura a ensancharse. Es más, Emma tiene una niña, se la enchufa a la nodriza de turno y prácticamente nada más volvemos a saber de la pobre Berthe hasta que su madre se muere. Y vale, la Karenina se pasa el libro diciendo lo mucho que quiere a su niño pero, entre tú y yo, leyéndolo parece que quiera bastante más al teniente Vronski y, que yo recuerde, su amor por su hijo no le impide ni la frena a la hora de arrojarse al tren.