Читаем Un Milagro En Equilibrio полностью

Pero es que tampoco encontré mucho más sobre embarazo o parto en la literatura moderna, porque hasta hace relativamente poco parecía que la mujer que escribía no paría y viceversa -cosa nada sorprendente teniendo en cuenta que lo que se entendía por normal era que la mujer casada renunciara a su vida en función de la de su marido; y la soltera, si era madre, lo iba a tener tan crudo como para no poder ni plantearse escribir- y por eso agradecí tanto el libro de la Riera, por muy parcial que fuese o me pareciera, porque resultó ser el único que encontré sobre el tema escrito en español que no fuera una guía de divulgación sobre los aspectos médicos del proceso.

Porque las susodichas guías tampoco tenían desperdicio: en una se decía algo así como «al cuarto mes de embarazo te podrán hacer la amniocentesis y sabrás el sexo del bebé. Ya puedes llamar a la abuela y decirle si tiene que tejer los patucos azules o rosas». O sea, tanto hablar de la educación no sexista y ya imponemos roles y colores desde antes del parto, y además ponemos a la abuela a calcetar, que la pobre señora por lo visto no tiene mejor cosa que hacer, que ya se sabe que las abuelas para eso están, que el abuelo es el que lee el periódico. En otra se explicaba la postura que la embarazada debía adoptar si tenía que agacharse para recoger algo -siempre con la espalda muy recta, en ángulo de noventa grados con el suelo- y se complementaba la información con dos ilustraciones: en la primera la señora recogía un cubo de ropa para lavar, y en la segunda un bebé, para que no dudemos de que una mujer preñada es una ama de casa y no una ejecutiva. En casi todas se hablaba del papel del padre, pero siempre en unos términos de merengue y cornucopia dignos de un pastel nupcial, y siempre recomendando a la pareja de la madre que se implicara en el proceso, como si eso no se diera por hecho en pleno siglo XXI. Casi nunca se planteaba la posibilidad de que la futura madre fuera soltera, y nunca jamás de que tuviera una pareja femenina.

La portada de un libro la ocupaba una pelirroja estupenda y semidesnuda con una tripa enoooooorme (de al menos ocho meses, calculé yo), con la foto cortada justo antes de la altura del pubis, para no tener que enseñarlo. Sus tetas resultaban un prodigio de desafío a las leyes de la gravedad. Nada que ver con mis ubres, desde luego, ni de lejos, pero tampoco con el pecho de ninguna de mis amigas embarazadas, que se inflaba y caía casi antes de que se hiciesen el Predictor incluso en el caso de las que habían sido más planas. Aquellas breves turgencias prácticamente adolescentes me resultaban imposibles en un cuerpo gestante… tan imposibles como que estaban retocadas con aerógrafo, como me hizo ver más tarde mi vecina Elena que, como buena diseñadora gráfica, tiene más ojo que yo para este tipo de detalles. Como también lo estaban las modelos del catálogo Prenatal de ropa interior, que tenían tripa de preñada pero muslos y senos de virgen prepúber, sin asomo de celulitis o retención de líquidos, ni flacidez o estrías. Y lo mismo digo de la mayoría de las futuras madres que aparecen en las guías médicas, que parecen fotografiadas por Hamilton (ese efecto flou tan setentón), peinadas por Rupert-te-necesito y vestidas por su peor enemiga en el más tradicional estilo entre mesa camilla y Casa de la Pradera.

Por no hablar de las revistas. Me refiero a Mi bebé y yo, Padres, Tu embarazo y demás. Sus jefes de redacción deben de pensar que existe una relación inversamente proporcional entre el aumento del estrógeno y la disminución inversa del cociente de inteligencia.

Hay una sección en este tipo de revistas en donde las presuntas lectoras escriben contando su parto y, ¡oh, sorpresa!, todas han tenido unos partos maravillosos y fantásticos, al contrario que la mayoría de mis íntimas y conocidas. Una amiga periodista se presentó en tres redacciones ofreciéndose a escribir un artículo sobre los verdaderos riesgos y consecuencias de la cesárea después de la nefasta experiencia que tuvo con la suya, que derivó en una sucesión encadenada de complicaciones posparto (gases, un punto que se soltó por coger a su bebé, una infección de la herida…) que hicieron de su puerperio una pesadilla que haría agradable, en comparación, una excursión nocturna por el bosque de la Bruja de Blair. Pero en las tres le vinieron a decir que no les gustaba la propuesta porque el tono editorial debía ser «optimista», y su artículo, a fuerza de realista, no lo era.

Eso por no hablar de lo poco coherentes que son. En la misma revista te dicen, en un artículo, que al bebé hay que darle de comer cada cuatro horas y procurar que se acostumbre a dormir solo («la opción del doctor Estevill», para entendernos), mientras que diez páginas más adelante, en otra sección diferente, defienden las virtudes del colecho y de la lactancia a demanda («la opción del doctor González»).

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