Te pongo un ejemplo: en los años ochenta, cuando aún me paseaba por Madrid con la túnica negra y las muñequeras de pinchos, yo era fan pero que muy fan de Prince (antes de que se quitara el nombre primero y se hiciera testigo de Jehová después, y pese a que a Sonia y a Tania les pareciera una horterada) y me vi no sé cuántas veces
Apollonia enfila sin dudar hacia el club de moda para cantar, ligerita de ropa,
Y a nosotros, los de entonces, que ya no somos los mismos porque unas viven en Nueva York y con el otro ya no me hablo, no nos parecía que hubiese nada raro en aquella relación. Ni a mí, ni a Sonia, ni a Tania (a las que arrastré al cine pese a sus protestas, y que sólo entraron en la sala cuando comprobaron que ningún conocido del barrio las había visto), ni siquiera a David Muñoz, que se vino a ver la peli con nosotras (pues a él también le gustaba Prince, porque sólo a un hortera al que le gustan Los Secretos y a una tarada como yo les podía gustar Prince, o eso decía Tania) puesto que, a fin de cuentas, estábamos todos más que acostumbrados a vivir historias similares fuera de la pantalla, porque las habíamos visto repetidas en los amores de nuestros padres, de nuestros tíos o vecinos, en los culebrones venezolanos o en nuestros propios rollos de verano. Y no hablábamos de abuso y sí de amor, de pasión o de «qué pedo me cogí anoche, ni te imaginas cómo acabé, qué bronca más absurda…».
Pocos años más tarde se emitió en televisión un programa que presentaba Jesús Puente y que se titulaba «Lo que necesitas es amor». Se suponía que si tu pareja te había abandonado, tú ibas al programa y desde el plató le suplicabas en público la posibilidad de una reconciliación. Luego tu amor emergía de detrás de un decorado con un bonito fondo de violines de acompañamiento y, frente a toda España, te daba un sí o un no, normalmente un sí, que pa' eso estamos en la tele y pa' eso hay un presentador tan majo y que se pone tan contento cuando las parejas se reconcilian. No sé ni cuántos casos hubo de señor que reconocía haber pegado a su legítima pero que decía que aquello era cosa del alcohol y la mala vida y que no lo iba a hacer más. ¿Y tú te crees que alguien le decía a la buena y sufrida mujer: «Cuidado, señora, que un maltratador siempre reincide, que si lo ha hecho una vez lo va a seguir haciendo y que éste que dice que la quiere no la quiere nada y no es más que un hijo puta, por no decir un psicópata»? Pues no, casi siempre se reconciliaban, porque por la época nadie usaba el término maltratador, ni mucho menos el anglicismo ese de «violencia de género», y porque la pobre esposa solía ser una mosquita muerta a la que, después de tantos años de machaque exhaustivo por parte de aquel cabrón, no le quedaban trazas de autoestima ni arrestos, y sí le quedaba un único remedio: creerse de verdad, la muy ingenua o la muy ignorante o la muy ambas cosas, que si su Paco le había declarado su amor delante de toda España y en la tele, es que esta vez de verdad, de verdad de la buena, estaba dispuesto a cambiar.