Читаем Un Milagro En Equilibrio полностью

Dicen que el verdadero sabio es el que aprende a ser feliz, o al menos a ser sereno, porque dispone su vida acorazándola desde la razón de modo que los desaires y desastres le afectan en lo mínimo posible. Pero no son tanto los acontecimientos como la forma de percibirlos lo que nos hace felices o desgraciados, y en la percepción no cuenta tanto la razón como la sensación. O sea, que uno no es feliz porque sepa que tiene motivos para serlo, es feliz porque así lo siente, y así lo siente en función de factores que se nos escapan, que tienen mucho más que ver con la biología o con el plan divino que con nuestras propias y pobres armas racionales. De forma que ¿habría que aislar el momento, ser feliz cuando se puede, enjaular al pensamiento en la sensación excluyendo cualquier otra aspiración? No, no creo. El único modo de superar la sensación es mediante la razón, decirse «esta sensación no es real, no responde a un motivo serio y, por tanto, debo sobreponerme». Lo que me aterra de todo esto es que cuando llegue a ser feliz piense lo mismo, que te mire y me diga: «este amor no es real, no es más que un truco biológico». Pero entonces toda la vida, Mi vida, lo bueno y lo malo, no sería más que una ilusión o un fantasma. Porque si repudiamos el sufrimiento, abdicaríamos también de la felicidad: es la teoría del yin y el yang.

En cualquier caso, déjame decirte que depresión, lo que se dice depresión aguda, ya la había vivido antes de gestarte, y que además, si tomamos como indicadores los antes citados, resulta que yo me he pasado media vida deprimida. Y que, sinceramente y con la mano en el corazón, por mucho que ahora esté irritable e histérica y haya momentos en que me pongas de los nervios, creo que me prefiero ahora a como estaba antes de tenerte, y resulta increíble pensar que no querría mejor vida que estos lentos minutos pasados junto a ti, esta inacción sin salidas, enganchada al teclado y a tus berridos, este abandono de antiguos propósitos formados y ahora inconcebibles desde que tú existes. Este ocaso de la voluntad, antaño dispersa entre tantos esfuerzos vanos y ahora centrada en tu presencia y en lo que sobre tu presencia escribo.


Para cuando leas esto ya te sabrás de memoria el cuento de Blancanieves (porque yo me encargaré de contártelo por las noches) y ya sabrás que su madrastra tenía un espejo mágico en el que se miraba todas las mañanas (It was a mirror framed in brass, a magic talkinglookingglass…) y al que le preguntaba quién era la más bella del reino. Invariablemente, una voz desde el azogue le contestaba: «Tú, mi reina.» Hasta el día en que el espejito de marras, harto de repetirse, se salió por la tangente y le dijo aquello de que su hijastra era más bella. Y en ese mismo instante comenzó la ruina de la reina.

Todas las brujas tienen un espejo. También tienen, puestos a enumerar, una vara, un pentáculo, una campana y una daga. ¿Y una escoba? No, la escoba no es necesaria, en realidad era una forma de esconder la vara de avellano, por si se pasaba por casa un inquisidor, tú ya me entiendes.

Ahora cualquiera tiene un espejo, pero entonces, en los tiempos de Blancanieves, los espejos eran raros y caros. Mucha gente moría sin haber visto nunca su propio reflejo, sin saber cómo era su cara.

¿Y por qué tenían las brujas un espejo? Porque el primer conjuro que una bruja debe realizar es el de encantarse a sí misma en los dos sentidos de la palabra. Debe mirarse al espejo cada mañana y repetirse siete veces (ya sabes que siete es un número mágico, por algo tú naciste a las siete en punto): eres bella, eres adorable, formas parte del universo. Y este primer encantamiento le proporcionará la fuerza suficiente para poder realizar después cualquier otro hechizo.

Muchos terapeutas que nada saben de brujas ni de magia recomiendan lo mismo a sus pacientes. Lo sé porque cuando fui a aquella terapia para mujeres maltratadas se lo escuché a la psicóloga que dirigía el grupo. Había que levantarse cada mañana, plantarse desnuda frente al espejo y decirse «te quiero» a una misma. Como suena.

Yo lo intenté, pero me fue imposible. ¿Cómo iba yo a querer a ese ser deforme, de caderas anchas como el canal de Panamá, con semejantes ubres colgantes y aquellos rollos de grasa que destacaban flácidos allí donde deberían estar los abdominales? Mi espejito me estaba diciendo que yo no era la más bella, y yo era incapaz de decirme «te quiero» porque no me llevaba bien con la chica que vivía al otro lado del espejo, y por eso yo había perdido el poder sobre mí misma y se lo había cedido al primero que vino reclamándolo.

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