Y así acabó una relación que había durado cuatro años y que apenas me dejó nada, ni huellas, ni pisadas tras de sí. En la distancia, ahora, parece como si se tratase de una historia que le sucedió a otra, algo leído en una novela barata, un enredo tonto y predecible alrededor de una mujercita boba y sufridora de las que suelen protagonizar los telefilmes de sobremesa.
Miento, algo dejó aquella historia: un miedo terrible a volver a amar, indeleble veneno de experiencias pasadas.
Aquel problema en particular, el que tenía nombre de varón, había acabado, pero eso no quería decir que mi vida estuviera libre de problemas. Sólo acudí una vez al grupo de apoyo de maltratadas que el profesor me había recomendado, y no tuve valor para decir qué me había llevado allí, una vez más me excusé en la presunta labor de documentación para un futuro libro (Maltratadas: el retorno,
supongo). Las historias que escuché eran tan parecidas a la mía que casi daban miedo. Hombres que bebían mucho, que negaban abiertamente los ataques utilizando este mecanismo de luz de gas para que su mujer acabara pensando que era ella la que estaba loca; hombres que atribuían a su mujer la responsabilidad de sus propias conductas; hombres que nunca escuchaban, que no daban cuentas, que no respondían a las preguntas, que manipulaban las palabras de su mujer y las usaban contra ella misma, echándoselas a la cara en las discusiones como armas arrojadizas; hombres que no expresaban sentimientos ni respetaban los ajenos; hombres que nunca ofrecían apoyo en momentos de crisis; hombres que recurrían en los conflictos a los comentarios degradantes, a los insultos, a las burlas o a las humillaciones; hombres con los que cualquier intercambio de opiniones degeneraba en una pelea mayúscula pues no permitían que nadie les llevara la contraria; hombres que insistían en considerar a su mujer desequilibrada, estúpida o inútil excepto cuando ella estaba a punto de dejarlos, momento en que parecían olvidar lo poco que la valoraban; hombres que un día las miraban con desprecio y las culpaban de todos sus males para considerarlas al siguiente sus únicas razones de vivir, y vuelta a empezar después, adorándolas y odiándolas alternativamente, en un continuo subeybaja emocional que las dejaba desconcertadas e indefensas, incapaces de reaccionar ante los insultos y las amenazas; hombres siempre celosos, que nunca ofrecían explicaciones de sus actos, que se hacían las víctimas en público asegurando que eran ellas las celosas, las posesivas, las agresivas, las histéricas; hombres cuyo control estaba siempre justificado por las buenas intenciones y mujeres que siempre acababan por justificarlos y que aseguraban que, a pesar de todo, seguían queriéndolos. Exactamente igual que yo. Pero no, yo no era una maltratada, a mí nunca me habían pegado, yo no era una maltratada.7 de octubre.