O sea, que lo que para mi madre y para según qué doctores que creen saberlo todo sobre crianza de bebés es ser una exagerada y una histérica, para otros se llama ser reactiva. Y, si bien es cierto que la opinión de mi madre cuenta para mí más que la de un galeno que ni siquiera ha cuidado de sus hijos -no sólo porque madre no hay más que una, sino también porque mi madre sí ha criado cuatro retoños y lo ha hecho ella sola, sin ayuda de chacha o de cónyuge-, me consta que, por mucho que ella me diga que no te coja en brazos, no aplicaba la teoría con sus propios bebés, al menos conmigo, que era, según las crónicas familiares, un bebé berreón como el que más que se pasó los primeros años de su vida mecida por mi mamá primero y por tíos, tías, amigas y cualquier vecino que pasara por allí después. Ese bebé creció y se convirtió en tu madre, la madre que te escribe ahora, aprovechando esta media hora bendita en que ¡por fin! duermes como el bebé que eres.
Una noche de septiembre aquel amante, influido, según supe más tarde, por una mujer morena con la que por entonces tonteaba, me llamó para decir que lo nuestro se había acabado y que no quería verme más, afirmación hecha en el mismo tono y con las mismas o casi idénticas palabras con las que me había venido a decir lo mismo más o menos una vez al mes durante cuatro años. Así que, como más o menos una vez al mes durante cuatro años, me encontré en la barra de un bar de Lavapiés que llevaba y lleva aún el profético nombre de La Ventura, ahogando solitaria mis penas en alcohol cuando, como ocurría casi siempre más o menos una vez al mes durante cuatro años, se me pegó un individuo de esos que acuden como moscas a la miel en cuanto ven a una tía sin compañía bebiendo, por más que la susodicha les deje claro cien y ciento cincuenta veces que quiere seguir estando sola, sola y sola.
El tipo en cuestión llevaba una pinta que llamaba la atención incluso en aquel bar donde hasta el más extravagante aliño indumentario (que diría Machado) resultaba poco vistoso habida cuenta de la infinidad de crestas, pelos de colores,
A la mañana siguiente llamé al mismo periodista que me había leído las cartas para saber cuándo iba a salir mi entrevista publicada, y no sé cómo acabé por contarle la historia de la brújula. Él me dijo que sin duda aquello era una señal que significaba que yo había perdido el Norte y que debía encontrarlo de nuevo, y sus palabras me hicieron pensar que quizá me convendría tomar una bifurcación y dejar así de seguir la senda que me iban marcando los pasos de aquel hombre por el que estaba tan obsesionada.
Por cierto, desde entonces he vuelto miles de veces a La Ventura, pero no he visto al tipo raro de la barba y la túnica. Casi llegué a creer que había soñado ese encuentro, que no fue más que una alucinación de borrachera, pero aquí está la brújula sobre la mesa de mi estudio para confirmar con su presencia la realidad de la historia.