Y a veces me siento tan agotada que todo el amor que siento por programación genética, subidón de oxitocina o lo que sea, parece disolverse como por ensalmo, y entonces me encuentro preguntándome quién diablos me encargó a mí meterme en semejante berenjenal, cuándo desaparecerá esta barriga fofa y abultada que me ha quedado como recuerdo del embarazo, si alguna vez volveré a salir o tener vida privada de algún tipo o a disfrutar de tiempo para escribir. Y me pregunto también si tal vez, de la misma manera que tú estás diseñada para enamorar, yo no estaré diseñada para vivir una vida normal, teniendo en cuenta que últimamente de cualquier grano de arena hago una montaña y que, más o menos, así me he sentido siempre durante toda la vida. Y si casi no soy capaz de cuidar de mí misma, ¿cómo voy a ser capaz de cuidar de un bebé?
Mi vecina Elena, esta chica que te ha traído kilos de ropa que vas a heredar de su hija Anita (la misma que nació como resultado de una noche de amor y de una indigestión), dice que a los bebés se los quiere por una pura cuestión marxista: la inversión que se hace en tiempo y dinero en ellos es tan grande que luego uno no puede permitirse despreciar el resultado. Hasta los afectos responden a la economía de mercado.
Habían pasado unas dos semanas desde la visita al profesor cuando un periodista se presentó en casa para hacerme una de las primeras entrevistas a propósito de
Sorprendentemente, me vino a decir lo mismo, aunque con distintas palabras y metáforas, claro, que el profesor tío segundo o lo que fuera de Consuelo, que me había asegurado que los maltratadores son codependientes, que necesitan a su víctima porque sólo humillando a una persona se sienten reforzados y compensan su complejo de inferioridad. Por eso no pueden estar solos. Y por eso casi nunca sueltan a una presa si no han encontrado otra con que sustituirla. Ya esa necesidad que se enciende en la entrepierna como una llamarada y que incendia la razón la llaman amor, y dicen muero de amor porque mueren de la urgencia de la piel de otro, de verse reflejados en los ojos de otro. Pero hablan de un amor hecho a su propia imagen, lo invocan con triste acento de suspiros y lágrimas pautado, y a quien quiera escucharles le dicen y repiten cuánto sufren, cuánto aman, porque se han convertido en ridículos espías de los pasos de otro, en implacables jueces que condenan sin pruebas, y es que no en vano al niño amor lo pintan ciego, que ya lo dijo Tirso de Molina, porque ve lo que quiere ver y lo que inventa, y a veces lo que se llama amor es desvarío. Desvarío y cadenas.