Para la cena se presentó con americana, pantalones grises, camisa azul y corbata roja. Pip parecía muy orgullosa cuando partieron para la cena, que se celebraba en el gimnasio de su escuela. Aquella noche, Ophélie cenó con Andrea en un pequeño restaurante japonés del barrio. Su amiga había contratado a una canguro para disfrutar de unas cuantas horas de libertad.
– ¿Qué tal va todo? -preguntó a Ophélie con intención.
– Ando muy ocupada en el centro, y Pip parece contenta en el colegio. Y nada más… Todo va bien. ¿Y tú qué?
Ophélie tenía buen aspecto; el trabajo en el centro le sentaba bien, también Andrea lo advertía.
– Tu vida parece tan aburrida como la mía -espetó con ademán desdeñoso-. No me refería a eso y lo sabes. ¿Cómo van las cosas con Matt?
– Ha llevado a Pip a la cena de padres e hijas -explicó Ophélie con aire enloquecedoramente inocente.
– ¡Eso ya lo sé! Quiero decir qué pasa entre vosotros. ¿Hay algo?
– No seas tonta. Algún día se casará con Pip y se convertirá en mi yerno -bromeó Ophélie, complacida.
– Estás como una cabra. Matt debe de ser gay.
– Lo dudo, pero en cualquier caso no es asunto mío -señaló Ophélie con indiferencia.
Andrea se reclinó en la silla con un bufido de frustración. Desde hacía un tiempo salía con uno de sus compañeros de bufete, aunque Ophélie sabía que estaba casado. Sin embargo, ese detalle nunca parecía molestar a Andrea. Había salido con muchos hombres casados a lo largo de los años, y la situación no la perturbaba. No quería casarse, no quería tener a un hombre constantemente en su vida. Pero Ophélie sospechaba desde hacía mucho tiempo que no era cierto, sobre todo ahora que tenía al pequeño. Sin duda le habría gustado casarse, pero no confiaba demasiado en encontrar a nadie a esas alturas y se conformaba con liarse con hombres de prestado.
– ¿Ni siquiera te apetece liarte con él? -inquirió.
Le parecía antinatural. Ophélie era una mujer preciosa que aún no había cumplido los cuarenta y tres, demasiado joven para dar carpetazo a su vida sentimental y pasarse el resto de sus días llorando a Ted.
– Pues no -replicó Ophélie en voz baja-. No quiero liarme con nadie; todavía me siento casada con Ted.
Y sintiera lo que sintiese, en cualquier caso tampoco tenía importancia para Matt. A ambos les parecía bien su relación tal como era. Esperar más de ella o permitir que siguiera otro rumbo, si es que lo seguía, resultaría demasiado arriesgado para Ophélie. No quería poner en peligro lo que tenían, pero no se lo confesó a Andrea, porque sabía que no lo comprendería. Era demasiado propensa a la autocomplacencia para pensar en cualquier tipo de contención, actitud que Ophélie prefería.
– ¿Y si Ted no se sintiera casado contigo? ¿Qué crees que habría hecho de haber muerto tú? ¿Crees que habría llevado duelo por ti toda la vida?
Ophélie pareció entristecida por aquellas preguntas, porque reavivaban algunos recuerdos dolorosos que Andrea conocía. Pero su amiga no soportaba verla desperdiciar su vida; no creía que Ted lo mereciera, por mucho que Ophélie lo hubiera amado. No era saludable que se quedara sola para siempre únicamente por respeto a su memoria, y a todas luces Ophélie había tomado la decisión de vivir como viuda afligida y célibe el resto de sus días.
– Eso no importa -insistió Ophélie-. La cuestión es que yo hago lo que hago y me siento como me siento. Esto es lo que quiero.
Había elegido y se sentía a gusto con su decisión, por muy amable y atractivo que fuera Matt.
– Puede que Matt no te ponga. ¿Qué me dices del sitio ese donde trabajas? ¿Hay alguien interesante? ¿Qué tal el director? -preguntó, buscando desesperada una salida para su amiga.
Ophélie se echó a reír.
– Me encanta y es mujer.
– Desisto, eres un caso perdido -suspiró Andrea.
– Genial. ¿Y qué me dices de ti? ¿Cómo es tu nuevo novio?
– Ideal. Su mujer va a tener gemelos en diciembre. Dice que está en plan encefalograma plano, que el matrimonio lleva años sin funcionar, motivo por el que se quedó embarazada. Es una gilipollez, pero la gente lo hace. En fin, no es el amor de mi vida, pero lo pasamos bien.
Hasta que nacieran los gemelos y él volviera a enamorarse de su mujer, o no. Pero en cualquier caso, no era la solución para Andrea, y ambas lo sabían. Su amiga afirmaba no buscar una «solución», tan solo un revolcón ocasional para demostrarse a sí misma que seguía viva.
– No parece el tipo idóneo -comentó Ophélie, compadeciéndola; Andrea había tomado muchas decisiones desacertadas a lo largo de los años.
– No lo es, pero de momento me basta. De todas formas, cuando nazcan sus hijos estará demasiado ocupado. Ahora mismo, ella tiene que hacer reposo, y no hacen el amor desde junio.
El mero hecho de escuchar a Andrea la deprimía. Lo que describía era lo que Ophélie jamás había querido, una solución rápida y práctica que implicaba conformarse con menos de lo que se merecía para tener un cuerpo caliente en su cama.