Experimentaba una ligera decepción, pero procuró disimularla. Matt ya había hecho más que suficiente por ellas y no les debía nada.
– Gracias -repuso él con aire conmovido, pese a haber declinado la invitación.
– Gracias a ti por llevar a Pip al baile -replicó ella con una sonrisa.
– Ha sido un placer. A partir de ahora escucharé rap todos los días e intentaré aprender a bailar. No quiero que el año que viene se avergüence de mí.
Era muy agradable que pensara así, se dijo Ophélie mientras el coche se alejaba. Desde luego, era un buen hombre. Resultaba curioso el modo en que la gente aprendía a sobrevivir. Uno aprendía a arreglárselas, a introducir cambios, a sustituir cosas perdidas, a apoyarse en los amigos en lugar de la pareja. Los amigos se convertían en la familia, una familia que se unía como un grupo de náufragos en un bote salvavidas. No era lo que Ophélie había esperado de la vida, pero funcionaba y proporcionaba a cada uno de ellos lo que necesitaba. No era la clase de familia que ella había tenido, pero ahora mismo era la única. Les gustara o no, no les quedaba otra opción, y estaba agradecida por las manos amables que aparecían en la oscuridad para tomar la suya, como era el caso de Matt. Sintió una infinita gratitud hacia él mientras cerraba la puerta principal, subía la escalera y se acostaba en la silenciosa casa.
Capítulo 20
El día de Acción de Gracias fue aún más doloroso de lo que esperaba. Celebrar la fiesta sin Ted ni Chad significaba un golpe durísimo. No había forma de adornar el dolor, de mitigarlo, de fingir que no existía. Al bendecir los alimentos ante el pequeño grupo que se sentaba a la mesa de la cocina para dar gracias por todo lo que compartían y rogar por su esposo y su hijo, Ophélie se desmoronó y rompió a llorar. Pip se unió a ella y, al observarlas, también Andrea prorrumpió en llanto. Consciente de la tristeza reinante a su alrededor, William no tardó en hacerse oír. Incluso Mousse parecía alterado. Era una situación tan espantosa que al poco Ophélie se echó a reír, y durante el resto del día alternaron entre carcajadas histéricas y lágrimas.
El pavo era de unas dimensiones considerables, pero a nadie le apetecía, además de que el relleno había quedado algo seco. Ninguna de ellas disfrutó de la comida. Habían decidido comer en la cocina, pues a sus casi siete meses, sabían que William lo ensuciaría todo desde la trona. Ophélie se alegraba de no estar en el comedor, donde solo habría podido imaginar a Ted trinchando el pavo, como había hecho cada año, y a Chad ataviado con traje y quejándose por tener que llevar corbata. Los recuerdos y la pérdida eran demasiado recientes.
A última hora de la tarde, Andrea se fue a casa con el pequeño, y Pip subió a dibujar a su habitación. No había sido un día fácil. En un momento dado, salió de su cuarto justo a tiempo para ver a su madre a punto de entrar en la habitación de Chad.
– No entres, mamá, por favor -suplicó-. Te pondrás todavía más triste.
Sabía bien lo que su madre hacía ahí dentro, tumbarse sobre la cama de Chad, aspirar los vestigios de su olor y percibir su aura. Permanecía allí tendida durante horas, llorando. Pip siempre la oía a través de la puerta cerrada con el corazón encogido. No podía sustituir a Chad a los ojos de su madre, y a Ophélie le resultaba imposible explicarle que no se trataba de que ella significara menos que su hermano, sino de que nadie podía mitigar aquella pérdida, una pérdida que nada podía sustituir, un vacío imposible de llenar. Ningún otro hijo podía reemplazar a Chad, pero eso no significaba que quisiera menos a Pip.
– Solo estaré un momento -prometió Ophélie con expresión implorante.
Pip dio media vuelta, regresó a su habitación y cerró la puerta con los ojos llenos de lágrimas. La mirada de la niña hizo sentir culpable a Ophélie, que se fue a su habitación y se plantó ante el armario de Ted para contemplar su ropa. Necesitaba algo, a alguien, a uno de ellos, cualquier cosa, un objeto, un contacto, una de sus chaquetas, una camisa, algo conocido que aún oliera a él o a su colonia. Era una necesidad imposible de comprender para alguien que no hubiera sufrido semejante pérdida. Lo único que quedaba eran sus pertenencias y su ropa, las cosas que había tocado, llevado o manejado. Desde hacía un año, Ophélie llevaba la alianza de Ted colgada de una cadenita alrededor del cuello. Nadie sabía que estaba allí, pero ella sí, y de vez en cuando se llevaba la mano al anillo para cerciorarse de que Ted había existido en realidad, de que habían estado casados, de que había sido amada por él, cosas que ahora le costaba recordar. En ocasiones se sentía embargada por el pánico, de repente consciente de que ya no estaba, de que nunca volvería. También en aquel momento la atenazó el terror mientras se llevaba una de sus americanas al rostro, y, como si con ello pudiera sentir los brazos de Ted en torno a su cuerpo, la descolgó y se la puso.