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La carta estaba fechada una semana antes de su muerte, y Ophélie tuvo la sensación de que estaba a punto de sufrir un infarto. Cayó de rodillas y leyó la carta una y otra vez. No daba crédito a lo que decía y no imaginaba quién podía haberla escrito. Era impensable. Aquello no podía haber sucedido. Era una mentira, una broma cruel que alguien les había gastado. Por un instante se preguntó si se trataría de un chantaje. Al poco, la chaqueta le resbaló de los hombros y cayó al suelo mientras ella sostenía la carta entre las manos temblorosas.

Se apoyó en la pared para incorporarse y miró al vacío sin soltar la carta. Y de repente lo supo y quiso morir. El bebé mencionado en la carta había nacido, si es que había llegado a nacer, seis meses después de la muerte de Ted. William Theodore. No se había atrevido a llamarlo Ted, pero casi. Y no lo había hecho en honor de su amigo muerto, como había afirmado, sino del padre de la criatura. El segundo nombre de Ted era William; lo único que ella había hecho era invertir los nombres. El hijo era suyo, no procedente de un banco de semen. Y la carta solo podía ser de Andrea. La letra «A» era su inicial, e incluso lo había manipulado en lo tocante a Chad, aprovechándose de su desesperada necesidad de negación, recurriendo a la crítica feroz. Aquella carta era de la mujer que durante dieciocho años había afirmado ser su mejor amiga. Era increíble, impensable, insoportable. Andrea la había traicionado, al igual que Ted. Estaba enamorado de ella y era el padre de su hijo. Con la carta aún en la mano, Ophélie entró en el baño y vomitó violentamente. Estaba inclinada sobre el lavabo, pálida como una muerta, cuando Pip la encontró y vio que su madre temblaba como una hoja.

– ¿Qué te pasa, mamá? -exclamó la niña, asustada-. ¿Qué ocurre?

Su madre parecía muy enferma, tan pálida que su tez había adquirido una tonalidad verdosa.

– Nada -farfulló Ophélie antes de enjuagarse la boca.

Solo había vomitado bilis y un poco de pavo, pues apenas había probado bocado en todo el día, pero tenía la impresión de haber sacado las entrañas, el corazón, el alma y su matrimonio.

– ¿Quieres tumbarte? -propuso Pip.

Había sido un día horrible para las dos, y ahora estaba profundamente preocupada por su madre. Parecía al borde de la muerte, y lo cierto es que no deseaba otra cosa en el mundo.

– Dentro de un momento. Enseguida estaré bien.

Pero sabía que no era cierto. Nunca volvería a estar bien. ¿Y si Ted la hubiera dejado? ¿Y si en lugar de morir la hubiera abandonado, llevándose a Chad consigo? Eso la habría matado, y quizá también a Chad, si tanto Ted como Andrea se negaban a rendirse a la evidencia de su enfermedad. Pero de todos modos estaba muerto. Los dos estaban muertos. Ya no importaba. Y ahora Ted también la había matado a ella, como si le hubiera pegado un tiro. La carta convertía su matrimonio en una farsa, por no mencionar su amistad con Andrea. No entendía cómo alguien era capaz de hacer algo así, cómo una persona podía ser tan insidiosa y traicionera, tan falsa y cruel.

– Mami, ve a tumbarte un rato, por favor… -suplicó Pip al borde de las lágrimas.

No la llamaba mami desde que era muy pequeña, pero lo cierto era que estaba aterrada.

– Tengo que salir un momento -anunció Ophélie.

Se volvió hacia su hija, y Pip advirtió que la autómata no había regresado, sino que ahora su madre parecía un vampiro de gélido rostro blanco y ojos inyectados en sangre. Apenas la reconocía y no quería reconocerla. Quería recuperar a su madre, que regresara de dondequiera que hubiera ido durante la última hora. Aquel ser ni siquiera se parecía a ella.

– ¿Puedes quedarte un rato sola?

– ¿Adónde vas? ¿Quieres que te acompañe? -preguntó Pip, también temblorosa.

– No. No tardaré mucho. Cierra las puertas y no te apartes de Mousse.

Hablaba como su madre, pero no se parecía a ella. De repente, Ophélie experimentaba una resolución y una fuerza que no creía poseer. Ahora comprendía a las personas que cometían crímenes pasionales. Pero no quería matar a Andrea, tan solo ver por última vez a la mujer que había destruido su matrimonio, que había reducido a cenizas el recuerdo de Ted y de cuanto habían compartido. Ni siquiera podía permitirse el lujo de odiar a su marido. Todo lo que sentía, todo el tormento y el horror del último año se concentraban ahora en Andrea como una bala. Pero aquella bala había atravesado a Ophélie. Nada de lo que ella pudiera hacerles se compararía con lo que ellos le habían hecho a ella.

Pip permaneció en lo alto de la escalera con expresión temerosa mientras su madre se marchaba. No sabía qué hacer, a quién llamar ni qué decir. Se sentó en el primer escalón y se abrazó a Mousse. El perro le lamió las lágrimas del rostro, y juntos se dispusieron a esperar a Ophélie.

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