Читаем Archipielago Gulag полностью

Y luego en los campos penitenciarios te reconcome una idea: ¿Qué hubiera pasado si cada agente que sale por la noche a detener a alguien no pudiera estar seguro de volver con vida y tuviera que despedirse cada vez de su familia? ¿Qué habría pasado si durante una época de arrestos masivos, como por ejemplo Leningrado, cuando metieron en la cárcel a la cuarta parte de la población, [8]la gente no se hubiera quedado en su madriguera, paralizada de horror al oír un portazo en la calle o pasos en la escalera? ¿Y si hubiéramos comprendido que ya no había nada que perder? ¿Y si los hubiéramos recibido con una barricada en el vestíbulo, con varios hombres armados de hachas, martillos, hurgones o lo que hubiese a mano? Sabíamos por anticipado que esas aves nocturnas tocadas con gorros no venían con buenas intenciones. No habría sido ninguna equivocación recibir a golpes a esos asesinos. O también podríamos haberles robado el coche o pincharle los neumáticos a ese «cuervo» que esperaba en la calle con sólo el chófer dentro. A los órganos de la Seguridad del Estado pronto les habrían Sitado agentes y material móvil, y por más que se empeñara Stalin se habría detenido la maldita máquina.


Si se hubiera hecho tal cosa, si se hubiera hecho tal otra... Sencillamente, nos hemos merecido todo lo que vino después.


Además, ¿resistir a qué? ¿A que te confisquen el cinturón? ¿A que te ordenen retirarte a un rincón? ¿A que te manden atravesar el umbral de tu casa? La detención consta de pequeños preámbulos, de innumerables minucias, que, considerados por separado, no parecen suficiente motivo para discutir (en unos momentos en que el pensamiento del detenido se debate en torno a la gran cuestión: «¿Por qué?»), aunque, en conjunto, son todos estos circunloquios los que desembocan irremisiblemente en la detención.


¡Hay tantas cosas que ocupan el alma del recién detenido! Tantas son que llenarían un libro. Podemos descubrir sentimientos que ni siquiera sospechábamos. En 1921, cuando arrestaron a Evguenia Dorayenko, de diecinueve años, y tres jóvenes chekistas revolvieron su cama y hurgaron en la cómoda de la ropa interior, la muchacha no perdió la calma: no había nada, no encontrarían nada. Pero de pronto echaron mano a su diario íntimo, que ella no habría mostrado ni a su propia madre, y la lectura de esas líneas por tres jóvenes extraños y hostiles la impresionó más que toda la Lubianka, con sus rejas y sótanos. Para muchas personas estos sentimientos y afectos personales, destrozados por la detención, pueden tener más fuerza que las ideas políticas o el temor a la cárcel. La persona que no está interiormente preparada para la violencia es siempre más débil que el opresor.


Sólo unas pocas personas, listas y valientes, reaccionan con reflejos. En 1948, cuando fueron a detener a Grigóriev, director del Instituto Geológico de la Academia de Ciencias, éste se encerró en un cuarto y estuvo dos horas quemando papeles.


A veces, se siente sobre todo alivio, e incluso... alegría, especialmente durante las epidemias de detenciones: cuando a tu alrededor no cesan de detener a gente como tú, pero pasa el tiempo y no vienen por ti, van retrasándose. Es en verdad extenuante, es un sufrimiento peor que el de la propia detención, y no sólo para aquellos de ánimo débil. Vasili Vlásov, un intrépido comunista del que volveremos a hablar más de una vez, después de renunciar a la fuga que le proponían sus ayudantes, que no eran del partido, languidecía al ver que todos los cuadros de mando del distrito de Kady habían sido detenidos (1937) e iba pasando el tiempo y a él no lo detenían. Era de aquellos que ante el peligro ponen el pecho por delante, y encajó el golpe y se quedó tranquilo, y durante los primeros días que siguieron a la detención se sintió maravillosamente. En 1934, un sacerdote, el padre Irakli, viajó a Almá-Atá para visitar a unos creyentes deportados. Mientras tanto, fueron por tres veces a su piso de Moscú para detenerlo. A su regreso, las feligresas acudieron a la estación y no consintieron que volviera a su casa: lo escondieron de casa en casa durante ocho años. Sufrió tanto el sacerdote con esta vida de persecución, que cuando al final lo detuvieron en 1942, cantó alegres alabanzas al Señor.


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