Yo, girando en redondo, me zafé de los agentes del SMERSH y di unos pasos hacia el jefe de brigada. Lo conocía poco, nunca había tenido la condescendencia de entablar conversaciones intrascendentes conmigo. Para mí, la expresión de su rostro significaba siempre una orden, una disposición, un reproche airado. Y ahora en cambio brillaba meditabundo. ¿Sería por vergüenza de haber participado involuntariamente en un asunto sucio? ¿O por sacudirse de encima la mísera sumisión de toda la vida? Diez días atrás yo había sacado casi íntegra mi batería de exploración del cerco en que había caído su división de artillería, doce cañones pesados. ¿Y ahora debería renegar de mí por culpa de un pedazo de papel con un sello?
—¿Tiene usted... —preguntó muy serio— un amigo en el Primer Frente de Ucrania?
—¡No puede hacer eso! ¡No está usted autorizado! —le gritaron al coronel el capitán y el comandante del servicio de contraespionaje. El grupo de oficiales de estado mayor se encogió asustado en su rincón temiendo verse identificados con la inconcebible imprudencia del jefe de brigada (y los de la sección política se preparaban ya para suministrar
¡Zajar Gueórguievich Travkin podía, pues, haberse detenido en este punto! ¡Pero no! Continuó purificándose e ir-guiéndose ante sí mismo, se levantó de la mesa (¡nunca antes se había levantado para acudir a mi encuentro!), me tendió la mano por encima de la línea de los apestados (¡cuando yo era libre, nunca me la había tendido!) y mientras estrechaba la mía, ante el mudo horror de los oficiales, dulcificó su rostro siempre severo y dijo sin miedo y bien claro:
—¡Le deseo a usted suerte, capitán!
Yo, no sólo no era ya capitán, sino que era además un enemigo del pueblo desenmascarado (ya que en nuestro país todo detenido queda completamente desenmascarado desde el momento mismo de su detención). ¿Deseaba buena suerte a un enemigo?
Temblaban los cristales. Las explosiones enemigas martilleaban la tierra a unos doscientos metros recordándonos que
Este libro no va a ser un relato de mis recuerdos, de mi propia vida. Por eso no voy a contar los sabrosísimos detalles de mi singular arresto. Aquella noche, los agentes del SMERSH ya habían desistido de entender el mapa (nunca lo habían sabido interpretar) y me lo endosaron muy amablemente y rogaron que le indicara al chófer cómo se iba a la sección de contraespionaje del Ejército. Los conduje a ellos y
amí mismo a esa cárcel, y como agradecimiento no se contentaron con meterme acto seguido en una simple celda, sino en un calabozo. Pero de lo que no puedo dejar de hablar es de lo que pasó en la pequeña despensa de una casa de campesinos alemana que utilizaban como calabozo provisional.Tenía la longitud de lo que medía un hombre, y una anchura en la que se podían tender a duras penas tres personas y, bien apretujadas, hasta cuatro. Yo era precisamente el cuarto, embutido allí después de medianoche. Los tres que estaban acostados me miraron con mala cara cuando les dio la luz de la lamparilla de petróleo, y se movieron un poco ofreciéndome el espacio necesario para pender de costado y, gradualmente, por la fuerza de la gravedad, encajarme entre ellos. De este modo, sobre la paja triturada éramos ya ocho botas cara a la puerta y cuatro capotes. Ellos dormían, pero a mí me ardía el alma. Cuanto mayor había sido mi empaque de capitán hacía media jornada, tanto más doloroso era ahora apretujarme en el fondo de aquel cuchitril. Los muchachos rebulleron un par de veces al entumecérseles los costados y nos dimos la vuelta al unísono.
Al amanecer ya habían saciado su sueño, bostezaron, carraspearon, encogieron las piernas y se metieron en los diferentes rincones. Empezaron las presentaciones.
—¿Y a ti por qué?
Pero yo ya había respirado la turbia brisa de la precaución bajo el techo ponzoñoso del SMERSH, y fingí un candido asombro:
—No tengo la menor idea. ¿Desde cuándo te dicen algo estos canallas?