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En cambio, mis compañeros de celda —tanquistas tocados de negros cascos de cuero— no lo ocultaban. Eran tres honrados corazones de soldado, tres sencillotes corazones, un género de personas al que había tomado afecto en los años de la guerra quizá por ser yo más complejo y peor que ellos. Los tres eran oficiales. Sus galones también les habían sido arrancados con rabia, en alguna parte se veían aún las hilachas. En sus grasientos uniformes, unas manchas claras mostraban las huellas de las condecoraciones desprendidas; las cicatrices rojas y oscuras de sus rostros y sus manos eran el recuerdo de heridas y quemaduras. Por desgracia, su división necesitaba hacer reparaciones y para ello se habían detenido en la misma aldea donde se estacionaba el contraespionaje SMERSH del cuadragésimo octavo Ejército. La víspera habían bebido para remojar el combate que había tenido lugar dos días antes, y en las afueras del pueblo se colaron en una caseta de baño donde habían visto entrar a dos atractivas mozas medio desnudas. Las muchachas habían conseguido huir de los borrachos a quienes apenas obedecían las piernas. Pero una de ellas era nada menos que amiguita del jefe del contraespionaje del ejército.


¡Sí! Llevábamos tres semanas de guerra en Alemania y todos sabíamos muy bien que, de haber sido alemanas, podrían haberlas violado tranquilamente y fusilarlas después, y que casi se lo hubieran tenido en cuenta como un mérito de guerra; de haber sido polacas, o rusas deportadas, a lo sumo podrían haberlas perseguido en cueros por el huerto y darles unas palmadas en las nalgas, una broma ocurrente, pero no más. Pero se habían metido con la «esposa de campaña» del jefe del contraespionaje. Eso era suficiente para que un sargentucho cualquiera de retaguardia pudiera arrancar con saña los galones a tres oficiales distinguidos en combate, unos galones refrendados por una orden del Frente, era suficiente para quitarles unas condecoraciones concedidas por el Presidium del Soviet Supremo. [10]Ahora, a estos valientes que habían pasado toda la guerra y que seguramente habían aplastado a más de una línea de trincheras enemigas les aguardaba la ley marcial, iban a vérselas con un tribunal que no estaría en esa aldea si antes no hubieran llegado ellos con sus tanques.


Apagamos la lamparilla, aunque, de todos modos, ya había consumido cuanto aire quedaba para respirar. En la puerta se había practicado una mirilla del tamaño de una postal, y por ella penetraba la luz indirecta del pasillo. Como si temieran que de día fuéramos a estar demasiado anchos en el calabozo, nos echarona un quinto detenido. Llevaba un capote nuevecito y la gorra también era nueva. Cuando estuvo frente a la mirilla, pudimos ver su cara chata y fresca, con un sonrosado que abarcaba toda la mejilla.


—¿De dónde vienes, amigo? ¿Quién eres?


—Del otrolado —respondió sin vacilar—. Soy un espía.


—¿Estás de broma? —nos quedamos pasmados. (¡Ni Shei-nin ni los hermanos Tur habían escrito nunca sobre espías que pudieran confesar estas cosas!)


—¿Quién va a andarse con bromas en tiempo de guerra? —preguntó el chaval con un suspiro de profunda reflexión—. ¿Y cómo tiene que apañárselas un prisionero para que le dejen volver a casa? A ver si me lo explicáis.


Empezó a contarnos que dos días antes los alemanes le habían hecho cruzar la línea del frente para que espiara y volara puentes, pero que él había ido derecho a entregarse en el batallón más próximo, y que el jefe del batallón, insomne y agotado, no quería creer de ninguna manera que íuera un espía y lo había enviado a la enfermería para que le dieran unas pastillas. Pero de pronto nuevas impresiones se abatieron sobre nosotros:


—¡A sus necesidades! ¡Las manos atrás! —se oyó por detrás de la puerta, que estaba abriéndose, a un fornido brigada que, él solito, habría sido perfectamente capaz de poner en movimiento la cureña de un cañón del 122.


Por todo el patio de la casa se había distribuido ya una hilera de soldados con metralletas que vigilaba el sendero por el que debíamos rodear el cobertizo. Me indignaba sobremanera ver que un brigada cateto cualquiera pudiera dar órdenes a unos oficiales: «Manos atrás», pero los tanquistas pusieron las manos a la espalda y yo les seguí.


Detrás del cobertizo había un pequeño cercado cuadrado cubierto de nieve pisoteada que todavía no se había derretido. Todo él estaba sembrado de montones de excrementos humanos, tan juntos y abundantes, que no era tarea fácil encontrar dónde poner los dos pies y agacharse. De todos modos, lo conseguimos y nos agachamos los cinco en diferentes lugares. Dos de los soldados, ceñudos, apuntaron las metralletas hacia nosotros, que estábamos agachados, y el brigada nos apremió antes de que hubiera transcurrido un minuto:


—¡A ver si termináis ya! ¡Aquí se despacha deprisa!


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