El convoy rojo se diferencia de los demás trenes directos de largo recorrido en que los que suben a él nunca saben si llegarán a apearse. Cuando en Solikamsk (en 1942) descargaron un convoy procedente de las cárceles de Leningrado, todo el terraplén quedó cubierto de cadáveres, sólo unos pocos habían llegado vivos. En los inviernos de 1944-1945 y de 1945-1946, los transportes de presos procedentes de los territorios liberados —ya fueran del Báltico, Polonia, Alemania o rusos de Europa— iban sin estufas y llegaban a la aldea de Zhelez-nodorozhni (Kniazh-Pogost), así como a todos los nudos ferroviarios importantes del norte, desde Izhma a Vorkutá, con un vagón o dos de cadáveres. Esto significa que por el camino los retiraban meticulosamente de cada vagón y los trasladaban a otros, reservados a los muertos. Aunque no siempre era así. Con frecuencia, en la estación de Sujobezvódnaya (Unzh-lag) no se sabía cuántos habían quedado con vida hasta que abrían las puertas al detenerse el tren. El que no salía por su propio pie era que estaba muerto.
Un traslado en invierno es terrible y mortal, porque bastante tiene la escolta con mantener la vigilancia para encima adlar acarreando carbón para veinticinco estufas. Pero es que cuando hace calor los traslados tampoco son ninguna delicia: de las cuatro pequeñas ventanillas, dos están cerradas a cal y canto, el techo del vagón se recalienta y el cuerpo de guardia no va a romperse el espinazo trayendo agua para mil hombres cuando, recordemos, son incapaces de dar de beber ni a un solo vagón-zak. Por ello, en opinión de los presos, abril y septiembre son los mejores meses para los traslados. Pero hasta la mejor estación del año resulta corta cuando el viaje dura
Pensándolo mejor, ¡malditos sean también los trenes rojos de ganado! ¡Malditos sean, por más que te lleven directos y te eviten los transbordos! Quien haya viajado en ellos no los olvidará. ¡Así lleguemos al campo cuanto antes! ¡Ay si hubiéramos llegado ya!