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Por el camino se produjo cierto episodio político. Los barcos debían atravesar el estrecho de La Perouse, muy próximo a las islas japonesas. Y he aquí que desaparecieron las ametralladoras de las torres, los soldados de escolta se vistieron de paisano, se cerraron las sentinas y se prohibió salir a cubierta. Ya en Vladivostok se había tenido la previsión de reseñar en los documentos de embarque que transportaban —¡no prisioneros, Dios nos libre!— sino mano de obra contratada para trabajar en Kolymá. Los buques avanzaron entre un enjambre de barcas y pequeñas embarcaciones japonesas ajenas a toda sospecha. (En otro viaje, en 1939 sucedió el siguiente caso en el Dzhur-ma:los cofrades salieron de la sentina y consiguieron llegar al almacén, lo saquearon y luego le prendieron fuego. Ocurría esto precisamente cerca de las costas japonesas. Al ver que salía humo del Dzhurmalos japoneses ofrecieron su ayuda, pero el capitán la rehusó y ¡ ni siquiera abrió las escotillas ! Cuando los japoneses se perdieron de vista, arrojaron por la borda los cadáveres de los asfixiados. No así los víveres, chamuscados y casi estropeados, que entregaron en el campo para rancho de los presos.)


Han pasado algunas décadas desde entonces, ¡y cuántas catástrofes no habrán sufrido nuestros buques en todos los mares del mundo! Y eso, en circunstancias en que al parecer no transportaban zeks, sino simples ciudadanos soviéticos ¡Pero siempre rechazan la ayuda, por culpa del secreto, vestido de orgullo nacional! ¡Que nos devoren los tiburones antes de aceptar vuestra mano! El secreto, ése es nuestro cáncer.


Ante Magadán, el convoy quedó atorado en el hielo y ni siquiera el Krasinsirvió de nada (era demasiado pronto para la navegación, pero tenían prisa por entregar la mano de obra) El 2 de mayo desembarcaron a los presos sobre el hielo, lejos de la orilla. Ante los recién llegados se abría el poco halagüeño panorama del Magadán de aquel entonces: montículos volcánicos desiertos, ni un solo árbol, ni un matorral, ni pájaros siquiera, sólo algunas casitas de madera y el edificio de Dals-trói, de un único piso. Sin embargo, seguían con esa farsa de la reeducación,seguían aparentando que no traían sacos de huesos para pavimentar Kolymá —el nuevo Dorado—, sino ciudadanos soviéticos provisionalmente aislados de los demás, ciudadanos que volverían a la vida creadora, y los recibieron con música. La orquesta Dalstrói* tocaba marchas y valses mientras aquellos hombres colmados de sufrimiento, más muertos que vivos, se arrastraban por el hielo formando un gris cortejo, con sus enseres de moscovitas a cuestas (aquella enorme remesa, compuesta íntegramente de presos políticos, no había tenido aún ningún encuentro con los cofrades) y llevando en hombros a otros presos agonizantes, reumáticos o con sólo una pierna (ni los mutilados se libraban de los campos).


Observo ahora que estoy a punto de empezar a repetirme, que se me hará tedioso escribir y que tedioso será leer, puesto que el lector sabe ya lo que viene a continuación: que ahora los llevarán en camiones a centenares de kilómetros y después les harán cubrir a pie unas decenas más. Que allí inaugurarán un nuevo campo y que empezarán a trabajar desde el primer momento. Que comerán pescado y harina sazonados con nieve. Que dormirán en tiendas.


Cierto, eso fue lo que ocurrió. Pero antes, los primeros días, los instalarán en Magadán, en unas tiendas de campaña. Allí los comisionarán, es decir, los examinarán desnudos, y por el estado de su trasero determinarán su capacidad para el trabajo (a todos los declararán aptos). [296]Además, como es natural, los llevarán al baño y les ordenarán que dejen en el vestíbulo sus abrigos de cuero, sus pellizas forradas, sus jerseys de lana, sus trajes de paño fino, sus capas caucásicas, sus botas de cuero y de fieltro (pues no se trataba de unos ignorantes campesinos, sino de la cúpula del partido: directores de periódico, de fábricas y consorcios estatales, funcionarios de comités regionales, profesores de economía política, gente toda ella que a principios de los años treinta sabía apreciar las buenas prendas). «¿Y quién va a estar aquí vigilando?», preguntarán escépticos los recién llegados. «¿Y quién va a querer estas cosas?», responderá el personal del baño fingiendo ofensa. «Entrad y lavaos con toda tranquilidad.» Y ellos entrarán. Y saldrán por otra puerta, donde les darán unos pantalones y unas camisetas de algodón ennegrecidas, chaquetas guateadas sin bolsillos —modelo campo penitenciario— y unas botas de piel de cerdo. (¡Oh, no es un detalle insignificante! Eso es tanto como decir adiós a la vida anterior, a los títulos, a los cargos, a la soberbia.) «¿Y nuestras cosas?», exclamarán. «¡Vuestrascosas se quedaron en casa!», les rugirá cualquier jefe. «¡En el campo ya no habrá nada vuestro!¡Aquí en el campo hay comunismo! ¡Los de delante, en marcha!»


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