Los vagones van llenos (bueno, «llenos» según se entiende en libertad: nadie se acurruca bajo los asientos ni va sentado en los espacios libres en el suelo). Me han dicho que me comporte con naturalidad, y con la mayor naturalidad del mundo me comporto: veo en el compartimiento contiguo un asiento libre junto a la ventanilla y lo ocupo. Los guardianes no encuentran sitio en mi compartimiento y deben seguir sentados donde están, siguiendo mis movimientos con ojos enamorados.
[300]En Perebóry queda libre el asiento que hay delante de mí, al otro lado de la mesita, pero un joven de rudo rostro consigue ocuparlo antes que mi escolta. Lleva pelliza corta, gorro de piel y una maleta de madera sencilla pero sólida. Reconozco la maleta: fabricada en los campos,«Uf», resopla el joven. La luz es escasa, pero alcanzo a ver que tiene el rostro enrojecido, que ha tenido que luchar a brazo partido para subir al tren. Saca una cantimplora: «¿Un trago de cerveza, camarada?». Sé que a esas alturas en el compartimiento contiguo mi escolta estará sobre ascuas: ¡No debo tomar alcohol, está prohibido! Pero debo comportarme con naturalidad. Y le respondo con indiferencia: «Bueno, quizá sí, échame un poco». (¿Cerveza? ¡Cerveza! ¡Tres años sin probar un trago! Mañana podré jactarme en la celda: ¡He bebido cerveza!) El joven me sirve un poco y yo me la bebo temblando. Entretanto, ya ha oscurecido. El vagón carece de electricidad, es el desarreglo de la posguerra. Un solo cabo de vela arde en el viejo farol que hay en el tabique de entrada y alumbra cuatro compartimientos a la vez: los dos que quedan delante y los dos de detrás. El joven y yo conversamos amistosamente, aunque apenas podemos vernos las caras. Por más que mi guardián se contorsione, no alcanza a oír nada debido al golpeteo del vagón. Llevo escondida en el bolsillo una postal para casa. Voy a explicarle al bueno de mi interlocutor de dónde he salido yo y le pediré que la eche en un buzón. A juzgar por la maleta él habrá estado en los campos. Pero se me adelanta: «Tú no sabes lo que me ha costado conseguir este permiso. Llevo dos años sin vacaciones, menudo trabajo de perros!». «¿Dónde es eso?» «Ah claro, si es que no te lo he dicho. Soy un asmodeo, un ribetes azules, ¿es que nunca has visto ninguno?» Uf, qué mala pata, ¿cómo no habré caído antes?: Perebóry es el centro del Volgo-lag, la maleta la habrá conseguido por extorsión, ¡se la habrán fabricado los zeks de balde! ¡Cómo se ha infiltrado todo ese mundo en nuestra existencia: dos
Mi joven sigue gimoteando, maldiciendo su suerte. Entonces le replico enigmáticamente: ¿Y tú qué te has creído, que lo pasan mejor aquellos a quienes vigilas, los que han cobrado diez años sin culpa alguna? Y sólo oír esto, pone punto en boca y enmudece hasta la mañana siguiente. Aunque hayamos estado en la penumbra, ha podido ver de forma vaga mi atuendo casi militar, mi guerrera, mi capote. Seguramente hasta ahora había pensado que yo era un simple soldado. Pero ahora, vete tú a saber: ¿Y si soy un agente de la seguridad? ¿O uno de esos que van por ahí cazando fugitivos? ¿Qué estaré haciendo en este vagón? Y él que ha estado echando pestes de su campo...
La vela del farol ya casi se ha derretido pero continúa alumbrando. En la tercera repisa, la de equipajes, yace un joven que cuenta con voz agradable historias de la guerra, la de verdad, la que no sale en los libros. Estuvo de zapador y cuenta casos auténticos, fieles a la verdad. ¡Qué agradable oír que la verdad, pese a todo, llega sin barreras a oídos de alguien!
También yo habría podido contar muchas cosas... ¡Incluso me gustaría! No, quizá ya no quiera. Mis cuatro años de guerra se han esfumado sin dejar rastro. Ya no tengo la impresión de que aquello ocurriera en realidad y no me agrada rememorarlo. Dos años
Y ahora, tras haber pasado sólo algunas horas entre los libres, siento que mis labios están mudos, que nada tengo que hacer entre ellos, que me siento cohibido. ¡Siento ansias de poder conversar libremente! ¡Añoro mi patria! ¡Quiero volver a casa, al Archipiélago!
Por la mañana