—Sí, sí, ahora lleva su nombre...
—...una isla del golfo de Taimyr. Y en cambio él está encerrado por el Artículo 58. ¿Y sabe si al final lo enviaron a Dudinka?
—Pues sí. ¿Cómo lo sabe?
Magnífico, otro eslabón en la biografía de Majotkin, un hombre que me es totalmente desconocido. Jamás me he encontrado con él, y es posible que nunca tenga ocasión, pero mi activa memoria guarda todo lo que he oído de él: a Majotkin le habían echado un
O esa otra vez, aquel hombre simpático de las gafas de concha. Se pasea por la celda canturreando con agradable voz de barítono algo de Schubert:
De nuevo me oprime mi juventud, Largo es el camino hasta la tumba...
—Tsarapkin, Serguei Románovich.
—Permítame, yo a usted le conozco muy bien. Es usted biólogo, ¿a que sí? De los que se negaron a volver. ¿Verdad que se quedó en Berlín?
—¿Y cómo lo sabe?
—¡Qué quiere usted, el mundo es un pañuelo! En el cuarenta y seis estuve yo con Nikolái Vladímirovich Timoféyev-Ressovski...
...¡Ah, aquello sí que era una celda! Quizá la más radiante en toda mi vida de presidiario. Estábamos en julio. Me habían trasladado del campo hasta Butyrki en cumplimiento de una enigmática «disposición del ministro del Interior». Había llegado a Butyrki después del almuerzo, pero la prisión estaba tan sobrecargada que los trámites de ingreso duraron once horas, y hasta las tres de la madrugada, agotado de tanta permanencia en los boxes, no me metieron en la celda, la n° 75, Bajo las dos cúpulas, iluminados por dos potentes bombillas, los ocupantes de la celda dormían hacinados, revolviéndose inquietos bajo el calor sofocante: el aire tórrido de julio no podía penetrar por las ventanas, tapadas con bozales. Zumbaban moscas insomnes y se posaban sobre los durmientes, que manoteaban convulsivamente. Alguno se había puesto el pañuelo en los ojos para protegerse de aquella luz lacerante. El zambullo despedía un hedor insufrible, el calor aceleraba la descomposición. La celda, prevista para veinticinco hombres, [estaba abarrotada, aunque por debajo de los límites: éramos [unos ochenta. Yacían apretujados sobre las literas a derecha e [izquierda y también en las tarimas adicionales que habían [puesto a través del pasillo; por todas partes salían piernas de Idebajo de los catres. Habían apartado la mesa-armario, tradicional en Butyrki, y la habían arrimado al zambullo. Justo en [aquel espacio quedaba aún un pedacito de suelo y ahí me tendí. Los que se levantaban para ir hasta el barril estuvieron [pasando sobre mí hasta la mañana.
A la orden de «¡en pie!», gritada por la rendija por donde meten la comida, toda la celda se puso en movimiento: empezaron a retirar las tarimas del pasillo y desplazaron la mesa [hacia la ventana. Vinieron a entrevistarme para ver si venía de un campo o acababan de condenarme. Y así supe que en aquella celda confluían dos torrentes: la corriente habitual de los recién condenados, a quienes esperaba el campo penitenciario, y una contracorriente de presidiarios salidos del campo, compuesta exclusivamente por especialistas técnicos: físicos, químicos, matemáticos, ingenieros-proyectistas, cuyo destino se desconocía, aunque sí estaban seguros de que iban a ser institutos de investigación científica en los que no faltaba de nada. (Eso me tranquilizó: el ministro no me iba a