Y de nuevo llegan prisioneros de guerra, siempre prisioneros de guerra; la riada de Europa lleva ya dos años sin cesar. Y de nuevo emigrados rusos, de Europa y de Manchuria. Y entre los emigrados buscamos a conocidos comunes: ¿De qué país viene usted? ¿Conoce a Fulano de Tal? Y siempre los conocían, naturalmente. (Así pude saber que habían fusilado al coronel Yásevich.)
[302]Y ese anciano alemán, aquel rechoncho alemán —ahora flaco y enfermo— al que en otro tiempo (¿haría ya doscientos años?) yo había obligado a llevar mi maleta en la Prusia Oriental. ¡Oh, qué pequeño es el mundo! ¡Quién iba a decir que volveríamos a vernos! El anciano me sonríe. Él también me ha reconocido y hasta parece alegrarse del encuentro. Me ha perdonado. Tiene diez años de condena, pero le queda muchísimo menos de vida... Y ese otro alemán, joven y grandullón, pero privado del habla, quizá porque no sabe ni palabra de ruso. A primera vista nadie diría que es alemán: los cofrades le han despojado de todas sus prendas alemanas y le han dado
Después de la cena y del retrete vespertino, la noche asoma en las mordazas de las ventanas y se encienden las agobiantes bombillas que penden del techo. Si el día divide a los reclusos, la noche los acerca. De noche no había discusiones, sino que se organizaban conferencias o conciertos. Y de nuevo resplandecía Timoféyev-Ressovski: dedicaba veladas enteras a Italia, Dinamarca, Noruega, Suecia. Los emigrados hablaban de los Balcanes, de Francia. Uno daba una conferencia sobre Le Corbusier, otro sobre la vida de las abejas, otro sobre Gógol. ¡Se fumaba a más no poder! El humo flotaba como niebla por toda la celda, pues la ventana no ofrecía tiro alguno por culpa del bozal. Cierta vez Kostia Kiula, que tenía mi misma edad, cara redonda, ojos azules, desmañado hasta la comicidad, se adelantó hacia la mesa y recitó unos versos que había compuesto en prisión. Los versos se titulaban: «El primer paquete», «A mi esposa», «A mi hijo». Cuando en prisión tu oído coge al vuelo versos escritos en cautiverio, no te preocupa si su autor ha observado el sistema tónico-silábico o si la rima es asonante o consonante. Esos versos son sangre de tu corazón, lágrimas de tu propia esposa. En la celda los presos lloraban.
[305] 64En aquella celda fue donde me decidí a componer también yo versos sobre la prisión. Empecé por recitar versos de Ese-nin, poeta casi prohibido antes de la guerra. El joven Bubnov, uno de los prisioneros de guerra que al parecer no había podido terminar sus estudios, miraba con fervor a los que recitaban y se le iluminaba el rostro. No era ningún especialista técnico, no venía de un campo, sino que se dirigía a él por primera vez: lo más probable es que ahí le aguardara la muerte, pues en los campos no hay sitio para personas con tanta pureza y rectitud de carácter. Para él y para tantos otros aquellas veladas en la celda n° 75 significaban —en su pausado descenso hacia la muerte— una súbita revelación de un mundo maravilloso que existe y existirá, un mundo que el cruel destino les impedía disfrutar, aunque fuera un solo año, uno solo de sus años jóvenes.
Se abrió la tapa de la rendija para la comida y rugió el hocico del carcelero: «¡Toque de silencio!». No, ni siquiera antes de la guerra, cuando estudiaba en dos institutos a la vez, cuando además ganaba algún dinero dando clases y hacía mis pinitos de
—Permítame —le digo a Tsarapkin—, pero en aquella ocasión cierto Deul, un chico que a los dieciséis años ya había sacado un
—¿Cómo, también usted lo conoce? Iba con nosotros en un traslado a Karagandá...