Era una espaciosa celda cuadrada que en aquella época daba cabida a doscientos hombres. Como en todas partes, los presos dormían en los catres (eran de un solo piso), debajo de ellos, o simplemente en los pasillos, sobre un suelo cubierto de tarimas de madera. No sólo eran de segunda categoría las mordazas de las ventanas, sino que todo cuanto había allí parecía destinado, más que a los hijos de Butyrki, a los hijastros: no había libros, ni damas, ni ajedrez para aquel hormigueo humano; las escudillas de aluminio y las cucharas de palo, melladas y aporreadas, se retiraban después de cada comida hasta la siguiente, quizá por temor de que se las llevaran con las prisas de los traslados. Incluso les dolía dar vasos a los hijastros: después de la balanda había que lavar las escudillas para poder beberse en ellas, a lengüetazos, el té aguado. La falta de vajilla propia en la celda afectaba en especial a los que tenían la suerte —o la desdicha— de recibir un paquete de casa (cuando faltaba poco para el traslado a confines distantes los familiares siempre hacían un esfuerzo para enviar algo, a pesar de sus parcos recursos). Pero los parientes carecían de formación carcelaria y en la oficina de recepción nadie iba a aconsejarles, por lo cual nunca se les ocurría utilizar recipientes de plástico —los únicos permitidos—, sino de vidrio o de metal. Y toda esa miel, la confitura o la leche condensada se rebañaba de los botes sin misericordia y la vertían —por la rendija de la comida— sobre lo que tuvieran los presos. Pero como en las celdas de la iglesia los reclusos no tenían nada con que recoger el contenido, había que echárselo directamente en el hueco de la mano, en la boca, el pañuelo o el faldón del vestido, algo completamente normal en el Gulag, ¿pero en pleno centro de Moscú? Y además el carcelero les acuciaba: «¡Aprisa, aprisa!», como si fuera a perder el tren (si tenía prisa era porque contaba con lamer —él también— los botes confiscados). En las celdas de la iglesia todo era provisional, falto de esa ilusión de continuidad que existía en las celdas de los presos sujetos a instrucción sumarial o pendientes de juicio. Como carne picada, como un producto semimanufacturado listo para el Gulag, se retenía allí a los presos en una espera inevitable hasta que quedara algún espacio libre en Krásnaya Presnia. Aquí había sólo un privilegio: los presos tenían que ir ellos mismos a buscar el rancho tres veces al día (nunca daban
Las celdas de la capilla tenían una atmósfera peculiar: algo en ellas anunciaba las futuras corrientes de aire de las prisiones de tránsito y hacía presentir los vientos árticos de los campos. En esas celdas se celebraba un rito de aclimatación: al hecho de que ya se había dictado sentencia y que no se trataba de ninguna broma; al hecho de que por cruel que fuera este periodo que se abría en tu vida, la mente debía digerirlo y asumirlo. Era una aclimatación difícil.
Además, no había aquí un contingente fijo de presos como solía haberlo en las celdas preventivas, que así se convertían en algo semejante a una familia. Día y noche introducían y sacaban hombres de uno en uno y por decenas, con lo que siempre íbamos cambiando de sitio en el suelo y en los catres y era raro tener a alguien de vecino más de dos noches. Cuando coincidías con alguien interesante, había que interrogarlo sin demora, de otro modo podías perderlo para toda la vida.