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Bastaba echar una mirada a la celda de la iglesia para comprender que a quienes antes cogían los Órganos era a esa misma juventud. La guerra había terminado, podían permitirse el lujo de detener a tantos jóvenes como se les antojara: ya no les hacían falta como soldados. Se decía que de 1944 a 1945 había pasado por la Pequeña Lubianka (la de la región de Moscú) el «Partido Democrático». Según rumores, se componía de medio centenar de chavales, tenía sus estatutos y hasta carnets. El mayor de ellos, un alumno de décimo curso* de una escuela moscovita, era el «secretario general». En el último año de la guerra aparecieron también en las cárceles moscovitas algunos estudiantes de más edad. Pude coincidir con ellos en diversos lugares. No es que yo fuera viejo, pero ellos aún eran más jóvenes...


¡Qué sutilmente había ocurrido todo aquello! Mientras nosotros —quiero decir, los jóvenes de mi edad, los que habían encausado conmigo— combatíamos esos cuatro años en el frente, ¡había crecido una nueva generación! ¿Tanto tiempo había pasado desde que pisábamos el parquet de los pasillos universitarios y nos creíamos los más jóvenes, los más inteligentes del país y de la tierra? ¡Y de pronto, unos pálidos adolescentes se acercan orgullosos a nosotros por el suelo enlosado de las celdas y descubrimos atónitos que los más jóvenes e inteligentes ya no somos nosotros sino ellos! Pero yo no me sentía ofendido, me alegraba poder hacerles un sitio, aunque tuviera que apretujarme. Aquella pasión por ponerlo todo en duda, por descubrirlo todo, me resultaba familiar. Comprendía que estuvieran orgullosos de que les hubiera tocado la mejor parte y que no tuvieran remordimientos. Y a mí se me ponía la piel de gallina de ver aquel aura de presidiario sobre esas cabecitas tan pagadas de sí mismas, tan inteligentes.


Un mes antes, en otra celda de Butyrki, que era casi una enfermería, apenas había puesto yo el pie en el espacio entre los catres, mucho antes de que hubiera podido encontrarme un sitio, salió a mi encuentro un joven pálido y amarillento, de una manera que hacía previsible, si es que no la estaba implorando, una enconada conversación. Tenía el rostro dulce de los judíos, y pese a que estábamos en verano iba envuelto en un capote de soldado ajado y lleno de balazos: estaba tiritando. Se llamaba Boris Gammerov. Empezó a hacerme preguntas y nuestra conversación acabó encauzándose por un lado hacia nuestras biografías, y por otro, hacia la política. No recuerdo por qué, traje a colación una oración que rezaba el presidente Roosevelt, entonces ya difunto, que habían publicado en nuestros periódicos ;y añadí, como si cayera por su propio peso, esta valoración:


—Bueno, esto es mojigatería, naturalmente.


Temblaron las claras cejas del joven, mientras contenía sus pálidos labios —creo que se incorporó— y me hizo esta pregunta:


—¿Por qué? ¿Por qué no cree usted posible que un hombre de Estado pueda creer sinceramente en Dios?


¡Y no dijo ni una palabra más! Poco importaba aquí Roosevelt, sino más bien ¡de dónde venía esa recriminación! ¡Semejantes palabras en labios de alguien nacido en 1923! Habría podido responderle con frases muy convincentes, pero en las cárceles mi seguridad había empezado a tambalearse y había además algo capital: en nosotros vive un sentimiento puro, ajeno a las convicciones, y éste sentimiento estaba diciéndomc que esa opinión mía no era producto de mi convicción, sino de algo inculcado desde fuera. Y no fui capaz de replicarle. Sólo pregunté:


—Y usted, ¿cree en Dios?


—Naturalmente —me respondió con serenidad.


¿Naturalmente? Naturalmente... Sí, la juventud del Komsomol se estaba deshojando, estaba deshojándose en todas partes. Y el NKGB fue de los primeros en advertirlo.


Pese a su juventud, Boria [312]Gammerov había servido como sargento en una batería antitanque de esas piezas de cuarenta y cinco milímetros bautizadas «¡Adiós Patria mía!», había sufrido una herida en un pulmón, una herida mal curada que le había producido un proceso de tuberculosis. Tras ser licenciado por invalidez, Gammerov ingresó en la Facultad de Biología de la Universidad Estatal de Moscú y de este modo se trenzaron en él dos hilos: uno, el de su vida de soldado, el otro, la vida estudiantil de finales de la guerra, una vida que nada tenía de estúpida ni de ociosa. Tenían un círculo de estudiantes que se reunía para pensar y reflexionar sobre el futuro (aunque nadie se lo había encomendado), y el ojo experimentado de los Órganos se fijó en tres de ellos y los apresó. En 1937 el padre de Gammerov había muerto apaleado en la cárcel o lo habían fusilado, y ahora el hijo andaba por el mismo camino. Durante la instrucción sumarial recitó al juez algunos de sus versos con mucho sentimiento. (Lamento mucho no haber memorizado ninguno de ellos ni saber cómo dar con ellos ahora, de otro modo los habría reproducido aquí.)


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