En el curso de unos meses, mi camino se cruzó con el de los tres encausados en ese mismo sumario: en otra celda de Butyrki conocí a Viacheslav Dobrovolski. Después, en la iglesia de Butyrki se incorporó a esa misma celda Gueorgui Ingal, el mayor de todos ellos. Pese a su juventud era ya miembro aspirante a la Unión de Escritores. Su pluma era muy atrevida y su estilo estaba lleno de fuertes contrastes. De haber sido más dócil políticamente se habrían abierto ante él unos caminos literarios tan brillantes como vanos. Tenía ya casi lista una novela sobre Debussy. Pero los primeros éxitos no lo habían castrado y en los funerales de su maestro Yuri Tiniánov tomó la palabra para decir que lo habían matado de tanto hacerle la vida imposible, y con esto se ganó ocho años de condena.
En la iglesia se nos unió finalmente Gammerov, y a la espera del traslado a Krásnaya Presnia tuve que enfrentarme con tres puntos de vista que hacían causa común. Fue un choque que no me resultó nada fácil. En aquella época yo era muy devoto a cierta concepción del mundo incapaz de admitir un hecho nuevo ni de tener en cuenta otras opiniones sin antes haberles encontrado una etiqueta al uso: ora «la vacilante duplicidad de la pequeña burguesía», ora «el nihilismo combativo de la intelectualidad desclasada». No recuerdo que Ingal y Gammerov atacaran a Marx en mi presencia, pero sí recuerdo cómo arremetían contra Lev Tolstói, ¡y desde qué flancos! ¿Que Tolstói rechaza la Iglesia? ¡Claro, como que no se detiene a considerar su papel místico y organizador! ¿Que rechaza la doctrina bíblica? ¡Como si la ciencia más moderna hubiera podido descubrir contradicciones en la Biblia! ¡Ni siquiera en las primeras líneas en que se habla de la creación del mundo! ¿Que rechaza el Estado? ¡Pero no se da cuenta de que sin Estado sobrevendría el caos! ¿Que aboga por que en el hombre se aunen el trabajo intelectual y el trabajo físico? ¡Pero si esto sería una nivelación absurda de facultades! Y por último, que la arbitrariedad de Stalin había demostrado que un personaje histórico puede convertirse en un ser omnipotente, ¡mientras que Tolstói se mofaba de esa idea!
En los años que precedieron a mi encarcelamiento y en los que pasé en prisión, yo también mantuve durante mucho tiempo la opinión de que con Stalin la evolución del Estado soviético había tomado una dirección funesta. Mas he aquí que Stalin muere pacificamente, ¿y ha cambiado mucho el rumbo de la nave? Si Stalin dejó un sello propio y personal en los acontecimientos fue tan sólo su inepcia desconsoladora, el despotismo y la autoglorificación. En lo demás siguió exactamente, paso a paso, el camino trazado por Lenin, y lo hizo guiándose por los consejos de Trotski.
Aquellos chavales me recitaban sus versos y exigían a cambio oír los míos, pero por entonces yo no tenía. Me leían sobre todo muchos poemas de Pasternak, al que idolatraban. En otro tiempo había leído
Treinta años me ha inspirado la devoción a mi suelo. Quedaos con vuestra indulgencia. No la espero, ...no la quiero. Ingal y Gammerov compartían ese fulgurante estado de ánimo: ¡No necesitamos vuestra indulgencia! No nos pesa estar
Más hubiera de pesarme no alzarme con los míos. ¿Cómo he de arrepentirme del camino recorrido?
La juventud encerrada en celdas por artículos políticos nunca es la juventud media de un país, sino una juventud que va muy por delante. En aquellos años, al grueso de la juventud le aguardaba la «descomposición», la desilusión, la indiferencia, el gusto por la buena vida, y luego quizá, pudiera ser, desde tan cómodo asiento —¿al cabo de veinte años?— emprender la amarga ascensión hacia nuevas cimas. En cambio, los jóvenes presos del año 1945, condenados por el Artículo 58-10, habían salvado de un solo paso todo ese futuro abismo de indiferencia y ya levantaban orgullosos la cabeza bajo el hacha.
En la capilla de Butyrki los estudiantes moscovitas, ya condenados, arrancados y proscritos de la sociedad, habían compuesto una canción que entonaban al anochecer con sus voces aún poco asentadas: