Así dejé escapar al mecánico de automóviles Medvédev. Cuando entablé conversación con él, recordé que el emperador Mijaíl había mencionado su nombre.
[310]Sí, era uno de los encausados con él, uno de los primeros que leyó la «Proclama al pueblo ruso» y no lo denunció. A Medvédev le habían impuesto una pena muy corta: ¡Sólo tres años! ¡Habráse visto qué poca vergüenza, por un delito así resulta imperdonable! Y eso que le habían aplicado el Artículo 58, por el cual hasta cinco años hubieran sido una condena de juguete. Por lo visto, concluyeron que el emperador estaba loco y por consideraciones de clase no se quisieron ensañar con los demás. Pero apenas me disponía a averiguar qué opinaba Medvédev de todo aquello, se lo llevaron «con los efectos». Determinadas circunstancias hacían pensar que se lo llevaban para ponerlo en libertad. Esto confirmaba los primeros rumores sobre la amnistía de Stalin que habían llegado hasta nosotros aquel verano. UnaSe llevaron de traslado a mi vecino de litera, un antiguo militante de la Schutzbund. (En 1937 a todos los de la Schutz-bund, que creían asfixiarse en la Austria conservadora, la patria del proletariado mundial acabó de
—¡Pues sepa que soy un agente secreto del Estado Mayor General rumano, el
Llegué a estremecerme: aquello era dinamita. Después de haber conocido a dos centenares de pretendidos espías, nunca supuse que toparía con uno de verdad. Hasta pensaba que no existían.