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Estos diarios eran mi principal lastre durante la instrucción del sumario. Y con tal de evitar que mi juez de instrucción se obcecara y hasta sudara con ellos para dar con un filón como era la libre cofradía del frente, me arrepentí de todo cuanto fuera preciso y reconocí tantos errores políticos como fueran necesarios. Me mantuve, aunque agotado, en el filo de la navaja hasta que vi que no traían a nadie para un careo; hasta que aparecieron claros indicios de que la instrucción tocaba a su fin; hasta que, al cuarto mes, todos los cuadernos de mi «diario de guerra» fueron arrojados a las fauces infernales de la estufa de la Lubianka, hasta que no se retorcieron las rojas virutas de otra novela más asesinada en Rusia, y hasta que convertidos en negras mariposas de hollín salieron volando por la chimenea más alta.


Bajo esa misma chimenea paseábamos nosotros, en un cajón de cemento, en la azotea de la Gran Lubianka, al nivel del quinto piso. Y del sexto piso aún subían unos muros, hasta una altura de tres personas. Nuestros oídos palpaban un Moscú en el que los automóviles mantenían conversaciones a bocinazos. Pero lo que es ver, sólo veíamos la chimenea, un centinela en la garita del piso sexto, y el infeliz pedazo de cielo de Dios al que le había tocado en suerte colgar sobre la Lu-bianka.


¡Ay, el hollín! Durante aquel primer mes de mayo la posguerra no cesaba de caer. Veíamos tanto en cada paseo, que entre nosotros llegamos a imaginar que la Lubianka estaba acaso quemando veintisiete años de archivos. Mi «diario de guerra» asesinado era solamente una efímera nube en medio de aquel hollín. Y me acordaba de una fría pero soleada mañana de marzo en la que estaba ante el juez de instrucción. Como de costumbre, formulaba preguntas groseras y al anotar las respuestas tergiversaba mis palabras. El sol jugaba sobre las filigranas, ya medio derretidas, que el hielo había formado en el espacioso ventanal, un ventanal por el que a veces sentía grandes impulsos de arrojarme, para así por lo menos aparecer como un destello sobre Moscú y despanzurrarme desde el quinto piso contra el pavimento, del mismo modo que —siendo yo niño— hiciera un desconocido precursor en Rostov del Don (que había saltado de la casa número «Treinta y tres»). Por los trozos deshelados del cristal podían verse los tejados de Moscú y, sobre ellos, alegres columnas de humo. Pero yo no miraba hacia allí sino hacia el montón de hojas manuscritas que ocupaba todo el centro de aquel despacho medio vacío, de treinta metros cuadrados, un montón que acababan de descargar y que aún no habían clasificado. Cuadernos, carpetas, encuademaciones caseras, fajos cosidos o sin coser y simples hojas sueltas se apilaban como un túmulo sobre la tumba del espíritu humano. Su punta cónica superaba en altura el escritorio del juez y casi me ocultaba su figura. Sentí compasión fraternal por las cuitas de aquel desconocido al que habían detenido la noche anterior. El botín del registro lo habían apilado de madrugada sobre el parquet del despacho de las torturas, a los pies del Stalin de cuatro metros. Desde mi asiento intentaba adivinar: ¿Qué vida singular habrían traído aquella noche al martirio, al descuartizamiento y a la hoguera?


¡Cuántas ideas y trabajos habían perecido en aquel edificio!


¡Toda una civilización! ¡Ay, el hollín, el hollín de las chimeneas de la Lubianka! ¡Lo que más siento es que nuestros descendientes tendrán a nuestra generación por más estúpida, mas falta de talento y más muda de lo que fue!


* * *


Para trazar una recta basta con señalar dos puntos.


En 1920 como recuerda Ehrenburg, la Cheká le planteó así la cuestión: «Demuestre usted que no es un agente de Wrangel».


En 1950, uno de los más destacados coroneles del MGB, Fomá Fomich Zhelézov declaraba a los presos: «No vamos a perder el tiempo en demostrar su culpabilidad (de un acusado). Que sea élquien nos demuestre a nosotros que no tenía intenciones hostiles».


En esta recta, trazada por la tosca mano de un caníbal, se alinean las incontables memorias de millones de personas.


¡Qué simplificación y aceleración de la instrucción sumarial, desconocidas por la Humanidad hasta entonces! ¡Los Órganos se habían sacado de encima el engorro de hallar pruebas! ¡El borrego atrapado, tembloroso y pálido, sin derecho a escribir a nadie, a telefonear a nadie, a traer nada consigo, privado de sueño, de comida, de papel, de lápiz e incluso de botones, sentado en un simple taburete en un rincón del despacho, debía buscar y exponer al haragán del juez instructor pruebas de que no tenía intenciones hostiles! ¡Y si no las encontraba (¿de dónde podría sacarlas?) aportaba con ello al sumario pruebas aproximadasde su culpabilidad!


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