Conocí el caso de un anciano que había sido prisionero de los alemanes y que consiguió, pese a todo —sentado en la desnuda banqueta y extendiendo sus manos vacías—, demostrar al monstruo del juez que no había traicionado a la patria y que ni siquiera había albergado semejante intención. ¡Fue un caso de escándalo! ¿Y lo pusieron en libertad? ¡Faltaría más! Lo supe por él en la cárcel de Butyrki, no en un concurrido bulevar de Moscú. Al juez principal se le unió entonces un segundo juez de instrucción, pasaron con el viejo una apacible noche de recuerdos, y luego firmaron entre los dos una declaración
Desde el momento en que, para los jueces, dejó de ser búsqueda de la verdad, la instrucción del sumario se convirtió, en los casos difíciles, en una labor de verdugo y, en los fáciles, en un simple pasatiempo que justificaba el sueldo que cobraban.
Casos fáciles los hubo siempre, incluso en el tristemente famoso año 1937. Por ejemplo, a Borodko se le acusó de que, dieciséis años antes, había estado de visita familiar en Polonia sin sacarse un pasaporte para el extranjero (sus padres vivían a diez verstas,* pero los diplomáticos habían acordado ceder aquella parte de Bielorrusia a Polonia y, en 1921, la gente, que todavía no se había acostumbrado, continuaba yendo y viniendo como antes). La instrucción la despacharon en media hora: «¿Fuiste?». «Sí.» «¿Cómo?» «A caballo.» «Pues hala, diez años por KRD (Actividades Contrarrevolucionarias).»
Pero tanta rapidez tenía resabios de estajanovismo* y no encontró seguidores entre los de la gorra azul. La ley de enjuiciamiento criminal disponía que la instrucción durara dos meses, y en caso de dificultades permitía pedir al fiscal uno o varios aplazamientos de un mes (y los fiscales, naturalmente, no los denegaban). Por tanto, sólo un idiota gastaría la salud sin aprovechar esas prórrogas o, como dicen en las fabricas, hinchándose él mismo las normas de productividad. Después de trabajar, con la garganta y los puños, en la primera «semana de choque» de cada instrucción, después de minar la voluntad y el
El sistema estatal se castigaba a sí mismo por su desconfianza y su inflexibilidad. Ni siquiera confiaba en sus más altos cuadros: seguramente los obligaba a fichar tanto a la entrada como a la salida, y desde luego fichar también a los presos llamados a instrucción, a efectos de control. ¿Qué otra cosa podían hacer los jueces para justificar las horas trabajadas? Pues llamar a alguno de sus acusados, sentarlo en el rincón, hacerle alguna pregunta aterradora, olvidarse de ella, pasarse un buen rato leyendo el periódico, hacerse un esquema para la clase de instrucción política, escribir cartas particulares, irse a visitar unos a otros (dejando de guardia en su lugar a un celador). Charlando pacíficamente en el sofá con el amigo visitante, el juez volvía de cuando en cuando a la realidad, miraba de forma amenazadora al acusado y decía:
—¡Canalla! ¡Ahí lo tienes, un canalla como pocos! ¡No nos sabrá mal gastar
Mi juez de instrucción, además, utilizaba profusamente el teléfono. Por ejemplo, llamaba a su casa y, echándome furibundas miradas, le decía a su mujer que aquella noche se la pasaría interrogando, de modo que no le esperara antes del amanecer (se me caía el alma a los pies: ¡había para toda la noche!). Pero acto seguido marcaba el número de su amante y con voz zalamera quedaba con ella para pasar la noche en su casa. («¡Menos mal, dormiremos!», se aliviaba mi corazón.)
Así pues, sólo los pecados de sus servidores hacían más llevadero aquel sistema impecable.
Había jueces de instrucción, con más inquietudes, que aprovechaban aquellos interrogatorios «vacíos» para ampliar su experiencia de la vida: hacían muchas preguntas acerca del frente (y de esos mismos tanques alemanes bajo los cuales no se echaban por falta de tiempo); sobre las costumbres de los países europeos y de ultramar en que el acusado hubiera estado; sobre las tiendas y mercancías que había allí; y en especial, sobre el funcionamiento de los burdeles extranjeros e historias de faldas.