El despacho de mi juez de instrucción, 1.1. Yézepov era alto de techo, espacioso y claro, con un grandísimo ventanal (el edificio de la compañía de seguros Rossía no se había construido para torturar). Aprovechando la generosa altura del techo (cinco metros), se había colgado un cuadro vertical de cuatro metros con el retrato de cuerpo entero del poderoso Soberano al que yo, un granito de arena, había hecho objeto de mi odio. A veces, el juez se ponía de pie ante él y juraba histriónicamente: «¡Estamos dispuestos a dar la vida por él! ¡Somos capaces de echarnos bajo los tanques por él!». Ante este retrato, de una majestad casi sacramental, mi balbuceo sobre no sé qué de purificar el leninismo debía de parecer patético, y yo, sacrilego blasfemo, no era digno sino de la muerte.
El contenido de nuestras cartas constituía por sí solo, en aquella época, materia suficiente para condenarnos a ambos; desde el momento en que dichas cartas habían empezado a llegar a la mesa de los agentes operativos encargados de la censura, el destino de Vitkévich y el mío estaba decidido, y si nos habían dejado que siguiéramos en el frente era para que aportáramos alguna utilidad. Pero esto no era lo más grave: hacía un año que cada uno de nosotros llevaba —siempre encima, en el portamapas, para que pasara lo que pasara se conservara una copia si uno de nosotros sobrevivía— un ejemplar de la «Resolución n° 1» que habíamos redactado durante uno de nuestros encuentros en el frente. Esta «Resolución» era una densa y enérgica crítica de todos los sistemas de engaño y opresión en nuestro país, y luego, como todo programa político que se precie, describía en líneas generales un plan para la reforma de la vida pública, que concluía con la frase: «La consecución de todos estos objetivos es imposible sin la existencia de una
organización».Incluso sin que el juez de instrucción lo tergiversara, era el documento fundacional de un nuevo partido. A eso se añadían ciertas frases de nuestra correspondencia sobre cómo después de la victoria íbamos a hacer «una guerra después de la guerra». Por eso, mi juez no necesitaba inventar nada sobre mí, y sólo tuvo que preocuparse de echar el lazo a todos aquellos a los que yo había escrito algún día, o que me habían escrito a mí, así como de averiguar si en nuestro grupo de jóvenes había algún instigador de más edad. En mis cartas a los chicos y chicas de mi quinta yo había manifestado ideas sediciosas con una audacia que rayaba en la fanfarronería, ¡y mis amigos, no se sabe por qué, continuaban manteniendo correspondencia conmigo! Y también en sus cartas de contestación aparecían expresiones sospechosas.
[97]
5Ahora Yézepov, como un Porfiri Petróvich, exigía de mí una explicación coherente. Si hablábamos así en unas cartas que pasaban por la censura militar, ¿que no diríamos cuando estábamos a solas? No podía pretender que se creyera que sólo manteníamos este tono agresivo en las cartas. Y he aquí que ahora, con la mente embotada, tenía que hilvanar algo muy verosímil sobre mis encuentros con los amigos (en la correspondencia se hablaba de reuniones) para que coincidieran con el tono de las cartas, y a la vez no rebasaran el límite de lo que se consideraba política para caer de pies en el Código Penal. Además, era preciso que estas explicaciones brotaran de mis labios como una exhalación y convencieran a un juez que ya había oído de todo, de que yo era un simplón muy poquita cosa y sincero de la
cabeza,a los pies. Y que —lo más importante— mi perezoso juez no se sintiera tentado a examinar la dichosa carga que había traído en mi dichosa maleta: cuatro cuadernos de notas, junto con mi diario de guerra, escritos con lápiz pálido y firme, haciendo una letra minúscula como las cabezas de alfiler, y que empezaba a borrarse en algunas partes. Ese diario representaba mi ambición de llegar a ser escritor. No creía en la fuerza de nuestra asombrosa memoria, y mientras duró la guerra procuré anotar todo cuanto veía (aunque esto no era lo más grave) y todo cuanto oía decir a la gente. De manera temeraria, había reproducido relatos enteros de mis compañeros de regimiento sobre la colectivización, el hambre en Ucrania, el año 1937, y con la escrupulosidad de quien nunca se había pillado los dedos con el NKVD, indicaba diáfanamente los nombres de quienes me habían contado todo aquello. Desde el momento del arresto, desde que estos diarios habían sido arrojados en mi maleta por los agentes operativos y precintados con lacre, desde que se me devolvió la maleta para llevarla yo mismo a Moscú, unas pinzas candentes me atenazaban el corazón. Y todos estos relatos, tan naturales en primera línea, ante la faz de la muerte, se encontraban ahora a los pies de un Stalin de cuatro metros, olían a húmeda cárcel para mis compañeros de armas, puros, valerosos y rebeldes.