Читаем Cuentos de la Alhambra полностью

En la primavera del año 1829 el autor de esta obra, que había venido a España atraído por la curiosidad, hizo un viaje desde Sevilla a Granada, acompañado de un amigo, miembro de la Embajada rusa en Madrid. La casualidad nos había reunido desde regiones muy distantes, y la semejanza de aficiones nos despertó el deseo de peregrinar juntos por las románticas montañas de Andalucía. ¡Si estas páginas llegan a sus manos, ojalá que le recuerden las escenas de nuestro aventurero viaje, ahora esté ocupado en los negocios de su cargo diplomático, o mezclado en el bullicio de la corte, o ya esté abstraído ante las galas de la naturaleza; y ojalá que también puedan traerle a la memoria los detalles de nuestra amena excursión, y con ellos el recuerdo de un amigo al cual ni el tiempo ni la distancia harán jamás olvidar la dulce memoria de su amabilidad y gran valía!

Ahora, antes de entrar en mi asunto, séame permitido apuntar algunos pormenores sobre el aspecto de España y la manera de viajar en este país. Casi todos se figuran en su imaginación a España como una región meridional preciosa, con los suaves encantos de la voluptuosa Italia; pero es, por el contrario, en su mayor parte -si bien se exceptúan algunas de sus provincias marítimas-, un país áspero y melancólico, de escarpadas montañas y extensísimas llanuras desprovistas de árboles, de indescriptible aislamiento y aridez, que participan del salvaje y solitario carácter de África.

Aumenta esta silenciosa soledad la ausencia de las canoras aves, natural consecuencia de la falta de árboles y de pastos; se ven el buitre y el águila revolotear alrededor de los escarpados picos de las montañas, precipitándose al llano, y las bandadas de recelosas avutardas trepar por entre los matorrales; pero esa multitud de pajarillos que anidan en otros países no se encuentran más que en unas pocas provincias de España, y principalmente en los huertos y jardines que rodean las habitaciones de los naturales. En las provincias interiores atraviesa el viajero de vez en cuando grandes campos sembrados de granos, que verdean de trecho en trecho, tan extensos, que se pierden de vista, y que en otros tiempos estaban yermos y áridos; en vano se buscará la mano que ha cultivado aquel suelo. En lontananza se divisa algún pueblecito situado sobre escarpada colina o agrio despeñadero, semejando murallas desmanteladas o ruinosas atalayas; o bien alguna guarida, en tiempos pasados, fortificada en la guerra civil o contra las correrías de los moriscos, pues todavía se conserva entre los aldeanos de muchas partes de España la costumbre de unirse para la mutua protección, a causa de los robos de los vagabundos ladrones.

Pero aunque una gran parte de España está falta de arboledas y florestas y carece de los encantos del cultivo que engalana los campos, con todo, su conjunto ofrece una noble severidad que está perfectamente en armonía con la manera de ser de los habitantes; y yo me explico mejor al arrogante, intrépido, frugal y sobrio español y su arrojo en los peligros y su desprecio a los afeminados placeres desde que he visitado el país en que habita.

Hay algo también en los severos y sencillos paisajes del territorio español que imprime en el alma un sentimiento de sublimidad. Las inmensas llanuras de Castilla y de la Mancha, que se extienden hasta perderse de vista, atraen e interesan por su gran aridez e inmensidad, y poseen en alto grado la solemne grandiosidad del océano. Recorriendo estas vastas llanuras, se divisa por aquí y por acullá algún rezagado rebaño o manada guardada por un solitario pastor, inmóvil cual una estatua, con una larga y delgada vara que enarbola hacia los aires a manera de lanza; o ya una larga recua de mulos marchando lentamente a través de la llanura, semejando una caravana de camellos en el desierto; ya un solo labriego armado de trabuco y puñal y vagando por el llano. De este modo, el país, los habitantes y las mismas costumbres del pueblo participan en algo del carácter árabe. La general inseguridad de esta región está demostrada con el universal uso de las armas: el pastor en la campiña y el zagal en el llano tienen su escopeta y su navaja, y el opulento aldeano rara vez se aventura a ir a la feria real sin su trabuco, y acaso también acompañado de un criado a pie con su arma de fuego al hombro; y, en general, no se emprende la más pequeña caminata sin todos los preparativos de una empresa guerrera.

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