En las escabrosas laderas de estas montañas la perspectiva de ciudades y pueblecitos amurallados, construidos a manera de nidos de águila suspendidos entre las rocas y rodeados de moriscos baluartes o cuarteadas ciudadelas, nos lleva a remontarnos con la imaginación a los caballerescos tiempos de las guerras entre moros y cristianos y a la romántica lucha por la conquista de Granada. Al atravesar estas elevadas sierras el viajero se ve obligado a cada paso a echar pie a tierra y guiar sus caballos por las laderas y rápidas subidas y bajadas de aquellos cerros que semejan los desiguales peldaños de una escalera. En ocasiones, el sendero va serpenteando junto a horrorosos precipicios, sin parapeto que lo ponga a salvo del tajo que se mira en lo profundo, y después desciende hacia los hondos abismos por oscuras y peligrosas bajadas. Otras veces, al través de accidentados barrancos, carcomidos por los torrentes del invierno, atraviesa la oculta vereda de que se sirve el contrabandista, sin contar con que de cuando en cuando aparece alguna fatídica cruz, en memoria de algún robo o asesinato, erigida sobre un montón de piedras en un sitio solitario del camino, la cual advierte al viajero que se encuentra en medio de las guaridas de los bandidos, y acaso en el mismo momento de ser acechado por algún oculto bandolero. También otras veces, al cruzar por un angosto valle, se ve uno sorprendido por un ronco mugido; y pronto divísase por encima del prado que tapiza la falda de la montaña una vacada de bravos toros andaluces, destinados a ser lidiados en la plaza. Yo he experimentado -si así puedo decirlo- un agradable horror contemplando muy de cerca estos temibles animales, dotados de tremendo poder, rebuscando sus gratos pastos, y en estado salvaje, pues casi nunca han visto la gente, ni conocen a nadie más que al solitario pastor que los cuida, y aun a veces él mismo no se atreve a acercárseles. El ronco bramido de estas fieras y su aire amenazador, cuando miran abajo desde la elevada roca en que se hallan, añaden fiereza a los salvajes contornos del paisaje.
Me he entregado maquinalmente, y con más detenimiento de lo que yo me proponía, a hacer estas consideraciones sobre las fases generales que presentan los viajes por España; pero hay tal poesía en los dulces recuerdos de la Península, que se siente dulcemente arrebatada la imaginación.
Era el 1 de mayo cuando mi compañero y yo salimos de Sevilla en dirección a Granada; lo habíamos dispuesto todo para hacer nuestro viaje por sitios montañosos, pero por caminos un poco mejores que las primitivas veredas de los mulos, sin contar el que están frecuentemente visitados por los bandidos. Lo de más valor de nuestro equipaje se había enviado delante con los arrieros, llevando solamente con nosotros lo necesario para el viaje y el dinero para los gastos del camino, con un suficiente sobrante de esto último para satisfacer la codicia de los ladrones, si por desgracia nos asaltaban, y para librarnos de los duros tratamientos que sufre el indefenso viajero que es demasiado confiado. Nos prepararon un par de resistentes caballos de alquiler, y además otro tercero para nuestro sencillo equipaje y para que sirviese a la vez a un robusto vizcaíno, mozo de unos veinte años de edad, que era nuestro guía por todos aquellos confusos vericuetos y caminos montañosos, el cual cuidaba de nuestros caballos y hacía alguna que otra vez de lacayo, sirviéndonos constantemente de guardia, pues llevaba un formidable trabuco para defendernos de los criminales, y sobre cuya arma nos hizo muchos y pomposos elogios; aunque en descrédito de esta su celebrada herramienta debo consignar que casi siempre estaba descargada y colgada detrás de la silla. Era, sin embargo, fiel, divertido y de buena condición, y ensartaba refranes y proverbios, como aquel flor y nata de los escuderos, el mismísimo afamado Sancho, cuyo nombre le pusimos; y como buen español -aunque le tratábamos con la familiaridad de compañero- nunca, ni aun por un solo momento, traspasó los límites del decoro debido, a pesar de su ingénito buen humor.
Así equipados y servidos, nos pusimos en camino en muy buenas condiciones para que fuera el viaje agradable. Pero ¡qué país es España para un viajero! La más miserable posada está para él tan llena de aventuras como un castillo encantado, y cada comida constituye por sí misma toda una hazaña. ¡Quédese para otros el criticar la falta de buenos caminos y de suntuosos hoteles, y de las esmeradas comodidades de un país adelantado y corriente; pero déseme a mí la áspera y escarpada serranía, la vagabunda y azarosa vida del caminante, y las francas, hospitalarias y primitivas costumbres que prestan exquisito sabor a la romántica España!