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No estoy haciendo un croquis perfecto, ni mucho menos pretendo bosquejar los variados sucesos de cada una de nuestras jornadas por sierras y valles, barrancos y montañas. Viajábamos del mismo modo que los contrabandistas, tomando cada cosa lisa y llanamente como era, y confundiéndonos con personas de todas clases y condiciones, como unos meros despreocupados vagabundos: el mejor y único modo de viajar por España. Conociendo las miserables despensas de las posadas y los desiertos parajes que el viajero tiene necesidad de atravesar, pusimos todo nuestro cuidado, al partir, en tener bien abastecidas las alforjas de nuestro escudero con provisiones de fiambres y llenar la bota -que era de respetables dimensiones- hasta la boca de exquisito vino de Valdepeñas. Como estas municiones eran más importantes para nuestro viaje que las de su trabuco, le advertimos que tuviese mucho ojo con ellas y le hago justicia diciendo que su homónimo el mismísimo Sancho Panza no le hubiera podido aventajar en su oficio de administrador despensero. Aunque las alforjas y la bota eran frecuentemente asaltadas con ganas durante el viaje, parecían poseer la milagrosa virtud de no agotarse nunca; y era que nuestro celoso escudero tenía cuidado de guardar lo que quedaba de nuestras cenas nocturnas en las posadas, para suplir nuestras comidas del día.

¡Qué sabrosísimas meriendas hacíamos sobre el florido césped, a la orilla de algún arroyuelo o fuente y a la sombra de algún frondoso árbol! Y después, ¡qué deliciosas siestas en nuestras mantas extendidas sobre la hierba!

Cierto día nos detuvimos a la caída de la tarde, para regalarnos con una merienda de esta clase, en una agradable pradera tapizada de verde y rodeada de colinas cubiertas de olivos. Se tendieron numerosos coberteros sobre el musgo y bajo un álamo próximo a un delicioso arroyuelo, y se ataron los caballos donde pastasen la hierba. Sancho presentó sus alforjas con cierto aire de triunfo, y en ellas los sobrantes de cuatro días de camino, y además notablemente enriquecidas con los acopios hechos la tarde anterior en una rica posada de Antequera. Nuestro escudero iba sacando uno por uno su heterogéneo contenido, y parecía que aquello no iba a tener fin. Primero una pierna de cabrito asada, casi sin haberla tocado; luego una perdiz entera; seguidamente un gran trozo de bacalao en salazón, liado en papel; después los restos de un jamón, y, por último, media gallina; todo ello junto con algunos panecillos y una carga de naranjas, higos, pasas y nueces. Su bota había sido repuesta con excelente vino de Málaga. A cada nueva aparición de su despensa gozaba con nuestra cómica sorpresa, tirándose de espaldas sobre la hierba y reventando de risa. De nada gustaba tanto el sencillo muchacho como el ser comparado -por su afición a guisandero- con el celebérrimo escudero de Don Quijote. Estaba muy ducho en la vida del «caballero andante», y -como el pueblo bajo de España- creía firmemente que era una historia verídica.

-¿Hace mucho tiempo que sucedió eso, señor? -me preguntó cierto día con mirada investigadora.

-Ya hace mucho tiempo -le dije.

-¿Se puede decir que hará más de mil años? -añadía mirando todavía con aire de perplejidad.

-Yo te aseguro que es lo menos.

El escudero quedó convencido.

Cuando estábamos dedicados a la refacción antes citada y divirtiéndonos con las bufonadas de nuestro escudero, se nos acercó un pobre mendigo que tenía cierto aspecto de peregrino. Era un anciano con la barba muy encanecida, y se venía apoyando en un cayado, aunque la vejez no le había encorvado todavía; era alto, esbelto y conservaba vestigios de haber tenido hermosas facciones; cubríase con un sombrero calañés y traía zamarra y calzones de cuero, polainas y sandalias. Su vestido -aunque viejo y remendado- era decente y su porte muy noble, y dirigiose a nosotros con esa grave cortesía que se nota en el más pobre español. Estuvimos expresivos con semejante huésped, y por antojo de caprichosa caridad le dimos algunas monedas de plata, un pan de trigo blanco y un vaso de nuestro excelente vino de Málaga. Él lo recibió con gratitud, pero sin ninguna muestra de servil adulación. Probando el vino lo levantó por alto, mirándolo al trasluz con cierta expresión de asombro, y luego, bebiéndoselo de un trago: «Ya hace muchos años -dijo- que no he probado vino igual a éste. Es un excelente tónico para el corazón de un viejo.» Después, contemplando el panecillo que se le había ofrecido, añadió: «¡Bendito sea tal pan!». Le invitamos a que lo comiese allí mismo: «No, señores -respondió-; el vino lo he bebido con vuestro permiso; pero el pan me lo llevo a la casa para compartirlo con mi familia.»

Nuestro Sancho nos miró, e interpretando a seguida nuestro asentimiento, dio al anciano una parte de las abundantes sobras de nuestra merienda, con la condición de que se sentase a tomar un bocado.

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