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Nuestra primera velada tuvo cierto tinte agradable. Llegamos, ya puesto el sol, a un pequeño pueblecito situado entre las sierras, después de una penosa marcha por una dilatada llanura sin caseríos, y en donde nos mojamos varias veces por la lluvia. En la posada había una patrulla de miqueletes que andaban rondando aquella zona en persecución de malhechores. La presencia de extranjeros de nuestra alcurnia no era muy frecuente en esta apartada aldea; mi posadero, con dos o tres viejos locuaces camaradas, con mantas pardas, revisaron nuestros pasaportes en un rincón de la posada, mientras que un alguacil tomaba nota a la débil luz de un candil. Como los pasaportes estaban en lengua extranjera se quedaron perplejos; pero nuestro escudero Sancho les ayudó en sus investigaciones y les ponderó nuestra importancia con la grandilocuencia propia de un español.

Además, la espléndida distribución de unos cuantos cigarros nos ganó las simpatías de los que nos rodeaban; y, momentos después, todos los presentes se agitaban a porfía por instalarnos cómodamente. El mismo corregidor en persona vino a vernos, y la posadera trajo pomposamente a la habitación un gran sillón formado con juncos, para el descanso de tan importante personaje. El jefe de la patrulla cenó con nosotros: era un andaluz vivo, decidor y alegre, que había hecho su campaña en la América del Sur; nos contó sus aventuras amorosas y guerreras, con ostentación fraseológica, vehemencia en el gesticular, y con un cierto misterioso entornar de ojos; nos dijo que tenía una lista de todos los ladrones de la comarca, y que se disponía a dar una batida a cada hijo de su madre; nos ofreció al mismo tiempo algunos soldados para escolta: «Uno es bastante para guardar a ustedes, señores; los ladrones me conocen y conocen a mi gente: la mira de uno solo es bastante para aterrorizar la sierra entera». Le quedamos altamente agradecidos por su ofrecimiento, pero le aseguramos, con nuestra natural franqueza, que con la custodia de nuestro escudero Sancho no temíamos a todos los ladrones de Andalucía.

Mientras estábamos cenando con nuestro amigo el perdonavidas se oyeron acordes de una guitarra y el ruido de castañuelas, y poco después varias voces cantando en coro un aire popular. En efecto, mi posadero había reunido conjuntamente a los aficionados al canto y a la música y a las beldades del rústico vecindario, y al salir al patio del mesón se presentó ante nuestra vista el cuadro de una verdadera fiesta española. Tomamos asiento, con nuestros huéspedes y con el jefe de la patrulla, en el cenador del patio; la guitarra pasó de mano en mano, haciendo un jocoso zapatero de Orfeo de la función. Era un buen mozo de sendas patillas negras; llevaba las mangas arrolladas hasta los codos; tocaba la guitarra con magistral destreza y cantaba coplas amorosas, lanzando miradas expresivas a las mozuelas, de quienes era indudablemente el favorito. Bailó después un fandango con verdadero garbo andaluz y con gran satisfacción de los espectadores. Pero de las muchachas presentes ninguna podía compararse con la linda hija de mi posadero, Pepita, que había desaparecido de pronto para hacerse el tocado que el caso requería: se adornó su cabeza con rosas, y se lució danzando el bolero con un bizarro soldado. Dimos órdenes a nuestro posadero para que repartiese vino y ofreciese galantemente refrescos a los circunstantes; siendo de notar que, aunque aquélla era una humilde abigarrada reunión de soldados, arrieros y aldeanos, nadie traspasó los límites de una decorosa alegría. La escena era un digno cuadro para un pintor: grupos pintorescos de bailarines, soldados en sus trajes medio militares, aldeanos envueltos en sus parduscas mantas, y no he de pasar en silencio al viejo y flacucho alguacil con su corta capilla negra, el cual no hacía caso de lo que allí pasaba, sino que, sentado en un rincón, escribía diligentemente, a los pálidos fulgores de un enorme velón, digno de haber figurado en los tiempos de Don Quijote.

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