Pésimas noticias había, en cambio, para los mellizos Arturo y Raúl. Porque, oh, horror, las más pobres de todas las descendientas pobres del pobre héroe, resulta que llevaban un segundo apellido de esos que en la Lima de los cincuenta sonaban a mucho más que a la crema y nata. Y el padrón ya estaba terminado y los mellizos ahí, estacionados frente a la estatua, en plena plaza Grau, y presa de mil contradicciones, porque además los hermanos Henstridge, que éste era el apellido, simple y llanamente no usaban dinero, porque dinero no tenían ni tuvieron ni tendrán, pero vivían con creces y no sólo en Lima, qué va, sino también en costas como la Azul y la Amalfitana, invitadísimos siempre por alguna familia real o realmente multimillonaria, y una de las Henstridge, la única mujer, en realidad, era nada menos que la madre con creces de dos descendientas del almirante, que lo tenían todo, cuando estaban invitadas, y que no tenían absolutamente nada, salvo un genuino refinamiento, cuando no estaban invitadas. Y bueno, así eran los Henstridge: todo estaba siempre bien para ellos, y, cuando nadie los invitaba, se resignaban, y cuando alguien los invitaba, también se resignaban, aunque el anfitrión fuera por ejemplo el barón Rothschild, descendiente directo de Meyer Amschel Rothschild, fundador de la banca que lleva su nombre y administrador de la fortuna del elector de Hesse, Guillermo I. El barón siempre había sentido un afecto muy especial por los Henstridge de Lima, y en especial por Matthias y Olga, la entrañable, linda y finísima esposa del nieto mayor del Caballero de los Mares.
Les dieron las cinco de la madrugada a los mellizos Céspedes, ahí en la plaza Grau, abrumados por semejantes informaciones internacionales y porque ellos ya habían inspeccionado la modestísima vivienda de la Magdalena Vieja en que vivían aquellas dos descendientas de la estatua. Y, sin embargo, aquellas dos hermosas muchachas -también las habían visto a la salida de misa y en un cine- frecuentaban nada menos que a la familia Rothschild y sus padres y sus tíos eran recibidos por príncipes y hasta por reyes.
– ¿Cómo, entonces, se puede ser tan pobre?
– ¿Tú no crees que entre tanto rey y barón algo les tiene que salpicar? ¿Unos dolarillos? ¿Unas libras esterlinas?
– Yo sólo sé que ya no sé nada, Arturo.
– Y a mí se me han roto todos los esquemas, Raúl. Se me han hecho añicos.
– Uno tras otro, sí. A mí también. Añicos.
– Ésas dos fueron las primeras que tachamos para siempre.
– Pues ahora ponlas en el primer lugar y tacha a todas las demás.
– El héroe se va a poner feliz cuando sepa que hemos terminado por darle la razón.
– Y con creces, Raúl.
– Pero yo insisto en que un barón Rothschild tiene que salpicar, Arturo.
– ¿Qué hora es?
– Las cinco y media, casi.
– A las ocho en punto llamamos a Carlitos.
– Se va a aferrar a que son sólo dos hermanas y nos va a mandar al diablo.
– No. Carlitos es buena gente en eso. Nos hará el bajo. Él las llamará y se hará pasar por ti y por mí, en el teléfono. Además, la primera vez que vayamos tiene que acompañarnos.
– ¿Pero con qué pretexto?
– Es loco, es buena gente, es nuestro íntimo amigo, su chica lo dejó plantado, estaba tristísimo y nos dio tanta pena que lo dejamos colarse. Y además el Daimler…
– ¿Y si nos falla lo del Daimler, como con las cretinas de las Vélez Sarsfield? Recuerda el consejo del propio Carlitos, creo: A unas chicas pobres las impresionas con un Daimler y a unas ricas con un cupecito carcochón.
– Pero estas descendientas no son ni ricas ni pobres sino todo lo contrario. En fin, ni sé lo que son.
– Dicen que son muy genuinas.
– ¿Y eso cómo se come, carajo?
– Pregúntale al almirante.
– No, vamonos, mejor.
– Con todo el respeto, con todo el amor patrio, y con todo el honor, si supiera usted, Caballero de los Mares, el lío en que nos ha metido…
– Pero viva el almirante Miguel Grau, de cualquier forma, Arturo.
– Por los siglos de los siglos, hermano, palabra de honor. Y a pesar de los pesares.
– Aunque ojalá salpique algo, siquiera, el barón de Rothschild, carajo, Arturo.
– Ya habría salpicado, Raúl.
– ¿Cómo lo sabes?
– Piensa en la casita de las heroínas… Ahí nació su padre y ahí nacieron ellas. ¿Eso no te dice nada? Son demasiados años sin moverse de Magdalena Vieja.
– ¿O sea, que ni una sola salpicadita del barón?
– Carajo, Arturo, si por lo menos las hubiera salpicado hasta Magdalena Nueva.
– Gente muy genuina. ¿Qué querrá decir eso de la
– Ni idea, Raúl. ¿Y tú crees que se puede decir
– Bueno, al menos mientras no nos oiga nadie.
– En fin, pronto nos enteraremos, Raúl.