Читаем El puente полностью

– Y no es el único -contestó y la cabeza de lobo me miró y sonrió-. Estoy gratamente sorprendido porque mi dilatado intelecto ha sobrevivido a la transliteración, completo e intacto, con lo que no puedo imaginar que, con la fidelidad de transmisión de tan colosal biblioteca de sabiduría mental, exista la más remota posibilidad de que su conato de conciencia no haya sufrido algún daño en el proceso. De todas formas, volviendo a lo que nos ocupa, los circuitos de nuestro medio de transporte se percatarán de que hay un intruso a bordo; y no captarán que usted es el legítimo propietario de su nuevo cuerpo, y todavía necesito algo de tiempo para resintonizar los circuitos telepáticos de este ridículo casco. Con lo cual, deberíamos marcharnos antes de que el castillo se barrene a sí mismo, lo que provocaría una explosión termonuclear si no me equivoco, problema del que dudo que ni yo, ni usted, ni su maravillosa espada pudieran protegernos, así que, mejor será que nos apresuremos.

– Vale, vale, tío -digo y me levanto y me pongo el casco. Estoy de puta madre, es como si hubiera soñado y me hubiera despertado; un sueño de ser un hombre viejo, como el que está tieso en la cama. Bueno, y qué coño importa. Es mejor que nos larguemos del castillo si la cabeza de lobo lo dice. Levanté la espada y salí corriendo afuera. Otra vez, no había ni un puto tesoro ni nada, pero no se puede tener todo, pero da igual, hay muchos castillos y magos y bárbaros viejos y eso…

»Menuda vida, ¿eh? ¡Es la leche!

Cuaternario

– ¿Sabes? Hacía tres años que tenía el disco cuando me enteré de que el título era un juego de palabras. ¿De dónde eres?

– Soy de Fife -le dijo a Stewart, sacudiendo la cabeza.

– Bien, tío -respondió este.

– Dios, a veces soy tan estúpido… -murmuró, mirando con tristeza su lata de Export.

– Sí, tío -asintió Stewart-. Sí, tío. -Se levantó para darle la vuelta al disco.

Él miró por la ventana, contemplando las vistas de la ciudad y los lejanos árboles del Glen. Su reloj marcaba las 2:16. Ya estaba oscureciendo. Supuso que ya estaban cerca del solsticio. Bebió un poco más.

Se había tomado cinco o seis latas, y todo apuntaba a que tendría que quedarse en casa de Stewart a pasar la noche, o bien tomar un tren de regreso a Edimburgo. Un tren, pensó. Hacía años que no viajaba en uno. Estaría bien tomar un tren desde Dunfermline y pasar sobre el viejo puente; podría lanzar una moneda y desear el suicidio de Gustave, o que Andrea estuviese embarazada y quisiese tener a su hijo en Escocia, o…

Basta, idiota, pensó. Stewart se volvió a sentar. Habían estado hablando de política y habían acordado que, si eran sinceros sobre sus creencias, marcharían a Nicaragua a luchar por los sandinistas. También habían recordado viejos tiempos, vieja música y viejos amigos… pero no habían hablado de ella. Comentaron la adhesión del Reino Unido a la Iniciativa de Defensa Estratégica, que tampoco les quedaba tan lejos; ambos conocían gente en la universidad que trabajaba en circuitos ópticos integrados en los que el Pentágono mostraba un notable interés.

Hablaron sobre la nueva cátedra Koestler de Parapsicología de la universidad, y sobre un programa que ambos habían visto en televisión unas semanas antes, sobre los sueños lúcidos y sobre la hipótesis de la formación causativa (él dijo que, efectivamente, era interesante, pero recordaba cuándo las teorías de Von Daniken habían sido realmente «interesantes»).

Hablaron sobre una historia comentada aquella semana en televisión y en prensa, sobre un ingeniero ruso emigrado a Francia que había sufrido un accidente de tráfico en Inglaterra. Habían encontrado una gran cantidad de dinero en su coche y el hombre era sospechoso de haber cometido un crimen en Francia. Aparentemente, había entrado en coma, pero los médicos creían que estaba fingiendo. «Qué cabrones y rebuscados somos los ingenieros», le dijo a Stewart.

En realidad, habían hablado de casi todo excepto del único tema sobre el que deseaba hablar él en el fondo. Stewart había intentado sacarlo en varias ocasiones, pero él siempre se salía por la tangente. El programa sobre los sueños lúcidos había surgido porque fue su último motivo de discusión con Andrea; y la hipótesis de la formación causativa porque, posiblemente, sería el siguiente. Stewart no lo presionó con el asunto de Andrea y Gustave. Tal vez solo necesitase hablar, de lo que fuese.

– Por cierto, ¿qué tal están los niños? -preguntó.


Stewart comió algo y le ofreció, pero él no tenía hambre. Se fumaron otro porro, él se tomó otra cerveza y siguieron hablando. La tarde dio paso a la oscuridad. Stewart decidió echar una cabezadita porque estaba cansado. Puso el despertador para tomar un té más tarde. Tal vez irían a tomar unas pintas después de cenar.

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