Читаем El puente полностью

– Es usted quien no lo sabe -responde-. Lo trasladaron, es todo lo que ambos sabemos. Puede que fuera hace tres meses, tal vez cinco o incluso seis. En cualquier caso, en su sueño se encontraba a dos tercios del recorrido. Los tratamientos y las medicinas que han probado con usted han alterado su sentido de la percepción del tiempo.

– ¿Tiene…, tengo alguna idea de la fecha en la que estamos? ¿Cuánto tiempo llevo así?

– Eso es algo más fácil; siete meses. La última vez que Andrea Cramond vino a verlo mencionó que al cabo de una semana era su cumpleaños, y que si usted despertaba, sería el mejor…

– Ah, bien -interrumpo a la máquina-. Eso nos sitúa a principios de julio porque su cumpleaños es el día 10.

– Perfecto.

– Mmm… y supongo que no sabe mi nombre, ¿verdad?

– Correcto.

Permanezco en silencio durante un rato.

– Entonces -prosigue la máquina-, ¿piensa despertarse?

– No lo sé. Desconozco las alternativas. ¿Qué opciones tengo?

– Quedarse así o despertar -dice la máquina-. Tan simple como eso.

– Pero ¿cómo despierto? Ya intenté hacerlo de camino aquí, antes de llegar al desierto. Intenté despertar en…

– Lo sé. Me temo que no puedo ayudarlo con eso. No sé cómo debe hacerlo. Solo sé que puede hacerlo, si quiere.

– Y yo qué sé… ¿Quiero?

– Su opción -señala la máquina- es tan buena como la mía.


No sé qué me están inyectando, pero todo resulta muy confuso. La máquina parece real, cuando está aquí, pero no ocurre lo mismo con las personas. Es como si hubiera niebla dentro de mis ojos, como si su líquido se hubiera oscurecido, como si se hubieran inundado de cieno. Mis otros sentidos están afectados de una forma similar; oigo sonidos blandos y distorsionados. No huelo a nada ni noto ningún sabor. Me parece que incluso mis pensamientos se mueven a muy pocas revoluciones.

Estoy tumbado. Soy un hombre plano con respiración plana que intenta pensar con profundidad.


Al cabo de un rato, nada. Ni personas, ni máquina, ni visiones, ni sonidos, ni sabores, ni olores, ni tactos. Ni conciencia de mi propio cuerpo. Todo es gris. Solo recuerdos.

Me duermo.


Me despierto en una habitación pequeña con una puerta; hay una pantalla en una pared. La estancia es cúbica, está pintada de gris y no tiene ventanas. Estoy sentado en un gran sillón de piel que me resulta familiar, hay uno igual en la casa de Leith, en el estudio. En el brazo derecho hay un trocito quemado por un trozo de porro que cayó… ah, no; aquí no. Debe de ser un sillón nuevo. Me miro las manos. Tengo una pequeña cicatriz en una de ellas. Llevo unos zapatos Mephisto, unos vaqueros Lee y una camisa de cuadros. No tengo barba. Me siento más delgado de lo que recordaba.

Me levanto y echo un vistazo a la habitación. La pantalla no tiene botones. La iluminación de la estancia está oculta tras un falso techo. Todo es de cemento gris y hace calor. No hay una sola veta en las paredes o en el suelo, un trabajo impecable; me pregunto quiénes serían los contratistas. La puerta es de madera vulgar. La abro.

Al otro lado hay una habitación similar. No tiene sillón ni pantalla; solo hay una cama. Es una cama de hospital vacía; con sábanas blancas almidonadas y una manta de color gris doblada por una esquina, a modo de invitación.

Se oye un ruido procedente de la estancia que acabo de abandonar.

Si vuelvo allí y me encuentro a un tipo que se parece a mí, saldré como sea y encontraré a esa máquina y protestaré y me quejaré.

Regreso a la habitación del sillón. No me encuentro con Keir Dullea caracterizado. La habitación está vacía, pero la pantalla se ha encendido. Me siento en el sillón y la miro.


De nuevo, es el hombre postrado en la cama. Pero esta vez la imagen tiene colores; puedo verlo mejor. Está tumbado en una posición distinta, en una cama distinta, en una habitación distinta. En realidad es una sala pequeña, con tres camas más, dos de ellas ocupadas por hombres mayores con las cabezas vendadas. El lecho de mi hombre está rodeado por biombos, pero yo estoy sobre él, mirándolo desde arriba. Sus entradas son bastante evidentes. Me toco la cabeza; también tengo una considerable calva. Y el vello de mis brazos no es negro, sino marrón muy oscuro. Mierda.

El ambiente es más acogedor de lo que recordaba. Hay un jarro con flores amarillas sobre una mesita de noche. No hay ningún gráfico colgado a los pies de la cama; tal vez ya no sea un uso habitual en estos tiempos. El hombre lleva un brazalete de plástico en la muñeca, pero no alcanzo a leer lo que pone.

Ruidos lejanos; personas hablando, risillas de mujer, tintineos de botellas y un chirrido de ruedas en el suelo, creo. Aparecen dos enfermeras, entran en la zona rodeada por los biombos y le dan la vuelta al hombre. Le colocan bien las almohadas y lo dejan medio sentado, sin dejar de charlar entre ellas. Maldita sea, no puedo oír lo que dicen.

Перейти на страницу:

Похожие книги

Rogue Forces
Rogue Forces

The clash of civilizations will be won ... by thte highest bidderWhat happens when America's most lethal military contractor becomes uncontrollably powerful?His election promised a new day for America ... but dangerous storm clouds are on the horizon. The newly inaugurated president, Joseph Gardner, pledged to start pulling U.S. forces out of Iraq on his first day in office--no questions asked. Meanwhile, former president Kevin Martindale and retired Air Force lieutenant-general Patrick McLanahan have left government behind for the lucrative world of military contracting. Their private firm, Scion Aviation International, has been hired by the Pentagon to take over aerial patrols in northern Iraq as the U.S. military begins to downsize its presence there.Yet Iraq quickly reemerges as a hot zone: Kurdish nationalist attacks have led the Republic of Turkey to invade northern Iraq. The new American presi dent needs to regain control of the situation--immediately--but he's reluctant to send U.S. forces back into harm's way, leaving Scion the only credible force in the region capable of blunting the Turks' advances.But when Patrick McLanahan makes the decision to take the fight to the Turks, can the president rein him in? And just where does McLanahan's loyalty ultimately lie: with his country, his commander in chief, his fellow warriors ... or with his company's shareholders?In Rogue Forces, Dale Brown, the New York Times bestselling master of thrilling action, explores the frightening possibility that the corporations we now rely on to fight our battles are becoming too powerful for America's good.

Дейл Браун

Триллер