– No hay de qué -concluye. Había olvidado lo cálida que era su voz. Me doy la vuelta, dispuesto a marcharme, y vuelvo a mirarlo de nuevo.
– Una última cosa -digo señalando los cuerpos que cubren el suelo como una capa de hojas secas-, ¿qué ha pasado aquí? ¿Qué le ha ocurrido a toda esta gente?
– No escucharon sus sueños -dice, encogiéndose de hombros, y acto seguido vuelve a su tarea.
Emprendo de nuevo mi camino hacia la lejana línea de luces que cubre el horizonte como un rayo de oro blanco.
Abandoné la ciudad de la cuenca marítima seca y caminé junto a la vía del tren, siguiendo la misma dirección que el tren del mariscal de campo antes de sufrir el ataque. Nadie me perseguía, pero mientras caminaba, oí el sonido de un tiroteo lejano procedente de la ciudad.
El paisaje fue cambiando gradualmente y se transformó en un entorno menos árido. Encontré agua y, al cabo de un tiempo, árboles frutales. El clima fue volviéndose más agradable. De vez en cuando, veía personas, caminando solas igual que yo o en grupos. Yo me mantenía alejado de ellas y ellas me evitaban. Cuando me aseguré de que podía avanzar sin peligro, y encontré agua y comida, los sueños empezaron a sucederse cada noche.
Siempre era el mismo hombre sin nombre y la misma ciudad. Los sueños iban y venían, repitiéndose una y otra vez. Yo veía muchas cosas, pero todas inciertas. En dos ocasiones, casi consigo averiguar el nombre del hombre. Empecé a creer que mis sueños eran la auténtica realidad, y me despertaba cada mañana bajo un árbol o sobre rocas volcánicas, con la esperanza de hacerlo en otra existencia, en una vida diferente; en una cama limpia de hospital, por ejemplo…, pero no. Siempre me encontraba allí, en llanuras templadas que terminaban convirtiéndose en un campo de batalla, y donde estaba el hombre del látigo. No obstante, sigo viendo la luz al final del horizonte.
Me dirijo hacia esa luz. Parece el final de las húmedas nubes; el gran párpado de un ojo dorado. En la cima de una colina, vuelvo la vista hacia el hombre bajo y deforme. Sigue ahí, dando latigazos a los guerreros caídos. Tal vez debería haber regresado y haberle permitido golpearme. ¿Podría ser la muerte la única forma de despertarme de este terrible sueño embrujado?
Eso requeriría fe. Y yo no creo en la fe. Creo que existe, pero no creo que funcione. No sé cuáles son las normas en este lugar; no puedo arriesgarme a tirar todo por la borda por una posibilidad remota.
Llego al lugar donde terminan las nubes y empieza un acantilado. Más allá, solo hay arena.
Un lugar antinatural, pienso, mientras miro el final de la masa de nubes oscuras. Demasiado marcado, demasiado uniforme. La frontera entre las tierras sombrías con sus ejércitos caídos en forma de cadáveres y la extensión de arena dorada está definida con demasiada precisión. Un aire caliente se levanta desde la tierra y arrastra los olores rancios y densos del campo de batalla. Bebo una botella de agua y como algo de fruta. La chaqueta de mi uniforme de camarero es fina, el viejo abrigo del mariscal de campo está sucio. Todavía conservo el pañuelo.
Salto desde la última colina a la arena cálida, y desciendo por la pendiente dorada, deslizándome hacia el suelo del desierto. El aire es caliente y seco, totalmente desprovisto de los olores hediondos del campo de batalla que acabo de abandonar, pero también embriagado de otra clase de muerte: la promesa de que voy a adentrarme en un lugar donde no hay agua, ni comida, ni sombra.
Empiezo a caminar.
En una ocasión, pensé que me moría. Había caminado y me había arrastrado, sin encontrar una sombra bajo la que cobijarme. Al final, caí por la pendiente de una duna y me di cuenta de que sería incapaz de levantarme sin agua, sin líquido o sin lo que fuera. El sol era un hoyo blanco en un cielo tan azul que no tenía color. Esperé a que se formasen nubes, pero nada ocurrió. Más tarde, aparecieron unos pájaros oscuros de grandes alas. Empezaron a volar en círculos sobre mí, siguiendo un remolino invisible; esperando.
Los miré, con los párpados casi pegados. Las aves se movían en una gran espiral sobre el desierto, como si hubiera un inmenso cilindro giratorio e invisible suspendido encima de mí, y ellas fueran pequeños fragmentos de seda negra pegados a su superficie, moviéndose lentamente al ritmo de la gran columna.