Me indican una tienda de segunda mano donde compro un abrigo largo y usado. Al menos, así cubriré el uniforme verde que me han asignado. Con la adquisición, gasto la mitad del dinero. Empiezo a caminar hacia la siguiente sección, decidido a ver al doctor Joyce, pero me siento débil al poco rato y me veo obligado a tomar un tren y a pagar el importe del billete en metálico.
– Urgencias está tres plantas más abajo, a dos manzanas dirección Reino -me indica el joven recepcionista cuando entro en la clínica del doctor Joyce. Tras ello, vuelve a su periódico, y no me ofrece ni té ni café.
– Quisiera ver al doctor Joyce. Soy el señor Orr. Recordará que hablamos ayer por teléfono.
El joven levanta los ojos para mirarme con un gesto de hastío. Apoya un dedo (con una perfecta manicura) sobre su impecable mejilla, y respira a través de unos dientes blancos y luminosos.
– Señor… ¿Orr, dice? -se vuelve para consultar un fichero.
Me flaquean las piernas. Me siento en una de las sillas, y el recepcionista me mira fijamente.
– ¿Acaso le he dicho que podía sentarse? -me pregunta.
– No. ¿Acaso le he pedido permiso?
– Espero que ese abrigo esté limpio.
– ¿Piensa dejarme ver al doctor o no?
– Estoy buscando su ficha.
– ¿Pero es que no me recuerda?
– Sí, pero usted ha sido trasladado, ¿no? -inquiere tras estudiarme minuciosamente.
– ¿Y eso supone alguna diferencia?
El tipo suelta una risilla incrédula, negando con la cabeza mientras consulta el fichero.
– Ah, ya me lo parecía. -Extrae una tarjeta roja y la lee-. Le han derivado.
– Ya me había dado cuenta. Mi nueva dirección es…
– No; quiero decir que tiene un doctor nuevo.
– No quiero ningún doctor nuevo. Quiero al doctor Joyce.
– Ah, ¿sí? -suelta una carcajada y golpea con el dedo la tarjeta roja-. Mucho me temo que no es una decisión que deba tomar usted. El doctor Joyce le ha derivado a otro médico y eso es lo que hay. Y si no le gusta, mala suerte. -Guarda la dichosa tarjeta en el fichero-. Y ahora, haga el favor de marcharse.
Me acerco a la puerta de la consulta del doctor. Está cerrada con llave.
El joven recepcionista no levanta la vista de su periódico. Intento mirar a través del cristal esmerilado de la puerta y la golpeo con educación.
– ¿Doctor Joyce? ¿Doctor Joyce?
El joven recepcionista se ríe sin disimular; me vuelvo a mirarlo cuando suena el teléfono. Descuelga.
– Consulta del doctor Joyce -responde-. Lo siento, en estos momentos el doctor no está. Se encuentra en el congreso anual de altos administradores. -Se vuelve en su asiento y me mira mientras pronuncia esa frase, con ojos de condescendencia maliciosa -. En dos semanas -prosigue con una amplia sonrisa-. ¿Quiere el prefijo de larga distancia? Ah, sí; buenos días, agente. Sí, el señor Berkeley, por supuesto. ¿Y qué tal está usted?… Ah, ¿sí? ¿En serio? ¿Una lavadora? Vaya, eso es nuevo… -El joven recepcionista adopta un semblante solemne y empieza a tomar notas-. ¿Y cuántos calcetines dice que se ha comido…? De acuerdo. Bien, lo tengo. Mandaré a un interino a la lavandería inmediatamente. Todo en orden, agente. Que pase usted un magnífico día. Hasta pronto.
Mi nuevo médico se llama Anzano. Sus dependencias son la cuarta parte en tamaño de las del doctor Joyce y se encuentran a dieciocho pisos por debajo, sin vistas al exterior. El doctor es un viejo gordo, con cuatro pelos rubios en la cabeza y una ortodoncia.
Consigo verlo tras una espera de dos horas.
– No -asegura el doctor-, no puedo hacer nada con respecto a su traslado. No estoy aquí para eso, ¿comprende? Concédame un tiempo para leerme su expediente y tenga paciencia. Ahora tengo muchos en la bandeja. Me pondré con su caso lo más pronto posible y veremos cómo lo enfocamos, ¿de acuerdo? -Intenta parecer optimista y esperanzador.
– ¿Y mientras tanto? -pregunto, cansado. Debo de tener un aspecto horrible. Siento palpitaciones en el rostro y he perdido algo de visión en el ojo izquierdo. Tengo el pelo sucio y no he podido afeitarme esta mañana. ¿Cómo podré intentar reclamar mi anterior modo de vida con esta pinta? Voy mal vestido y me han vapuleado (en todos los sentidos, me temo).
– ¿Mientras tanto? -el doctor Anzano parece sorprendido. Se encoge de hombros-. ¿Necesita alguna receta? ¿Le queda suficiente cantidad de lo que sea que haya estado…? -Coge su talonario de recetas mientras niego con la cabeza.
– No; lo que quiero es saber qué se puede hacer con respecto a mi… situación.
– Yo no puedo hacer gran cosa, señor Orr. No soy el doctor Joyce. No puedo conseguir apartamentos de lujo para mí, con que aún menos para mis pacientes. -Su voz suena ligeramente amarga e irritada-. Espere hasta que haya revisado su caso y haré todas las recomendaciones que crea oportunas. Y ahora, ¿se le ofrece alguna otra cosa? Soy un hombre muy ocupado, ¿lo sabía?
– No. Nada más -me levanto-. Gracias por su tiempo.
– No hay de qué. Mi secretaria se pondrá en contacto con usted para comunicarle su próxima visita. Será pronto, estoy seguro. Y, si necesita algo, llámeme.
Regreso a mi habitación.