Читаем El puente полностью

La señorita Arrol ha insistido en invitarme a cenar. Nos sentamos en una mesa con vistas al exterior, en el restaurante de Las Vigas Altas. Hemos disfrutado de una comida exquisita, de un servicio eficiente y de unas vistas excelentes (las luces titilan sobre el mar, donde los pesqueros tienen anclados los dirigibles; los propios globos apenas pueden apreciarse, dado que se encuentran casi a nuestra altura, y son como presencias oscuras en la noche, que reflejan las luces del puente como nubes. También pueden verse algunas estrellas en el cielo).

– ¿Mis prioridades? -pregunto.

– Sí. ¿Qué es más importante, recuperar su posición como paciente aventajado del doctor Joyce, o redescubrir sus recuerdos perdidos?

– Bien -prosigo, pensando realmente en ello por primera vez-, lo cierto es que ha sido muy doloroso e incómodo bajar tantos niveles en el puente, pero imagino que podría llegar a aprender a vivir así, en el peor de los casos. -Bebo un sorbo de whisky. La señorita Arrol mantiene un semblante neutro-. No obstante, mi incapacidad de recordar no es algo… -suelto una risilla irónica- que se pueda olvidar. Siempre sabré que hubo otras cosas en mi vida antes de esto, con lo que imagino que no dejaré de buscarlas. Es como si hubiera una cámara sellada y olvidada en mi interior. No me sentiré completo hasta que haya descubierto su entrada.

– Suena a tumba. ¿Tiene miedo de lo que pueda encontrar dentro?

– Es una biblioteca. Solo los tontos y los villanos tienen miedo de eso.

– Así, ¿prefiere encontrar su biblioteca a recuperar su apartamento? -Abberlaine Arrol sonríe. Yo asiento, mirándola fijamente. Se quitó el sombrero cuando entramos en el restaurante y dejó ver un peinado recogido, con el precioso cuello descubierto. Sus arruguitas bajo los ojos siguen fascinándome. Son como una protección, como una línea de sacos de arena que velan por sus ojos verdes, seguros, confiables, serenos.

Abberlaine Arrol mira dentro de su vaso. Estoy a punto de hacer un comentario acerca de una minúscula línea que se ha formado en su frente cuando se va la luz.

Nos quedamos con la única claridad de nuestra vela. Las otras mesas también parpadean gracias a sus pequeñas llamas. Se encienden las tétricas lámparas de emergencia. Se oyen murmullos de los demás comensales. Afuera, las luces de los pesqueros empiezan a extinguirse. Ya no se ven los globos con el reflejo de la iluminación del puente. La estructura al completo debe de estar a oscuras.

Los aviones: llegan sin luces, resonando en la noche, desde la dirección de la Ciudad. La señorita Arrol y yo nos ponemos en pie para mirar por la ventana. Otros comensales se agolpan a nuestro alrededor, tratando de ver algo y haciendo sombra a la escasa luz de las velas y de las lámparas de emergencia con las manos, y con las narices pegadas al gélido cristal como niños al escaparate de una tienda de dulces. Alguien abre una ventana. Los aviones suenan casi a nuestro lado.

– ¿Puede verlos? -pregunta Abberlaine Arrol.

– No -admito. Los motores rugen muy cercanos. Es imposible ver los aviones, pues no tienen luces de navegación, no hay luna, y las estrellas no brillan lo suficiente como para mostrarlos.

Pasan, aparentemente indiferentes ante la completa oscuridad.

– ¿Cree que lo han logrado? -me pregunta la señorita Arrol, mientras sigue intentando ver algo a través de la negra noche. Su aliento empaña el cristal.

– No lo sé -reconozco-. No me sorprendería.

Ella se muerde el labio inferior y mantiene las manos parapetadas contra la oscura ventana, con una expresión de excitación anticipada en el rostro. Tiene un aspecto muy juvenil.

Vuelve la luz.

Los aviones han dejado sus mensajes sin sentido; ya se ven las nubes de humo, oscuridad sobre oscuridad. La señorita Arrol se sienta y levanta su vaso. Mientras yo hago lo propio, se inclina en la mesa y susurra en tono conspirativo:

– Por nuestros intrépidos aviadores, vengan de donde vengan.

– Y sean quienes sean -añado, rozando mi vaso con el suyo.


Cuando nos disponemos a marcharnos, un ligero olor a humo graso, solo perceptible por los olfatos más finos del restaurante, nos deja la señal inequívoca del paso de los aviones junto a la gramática estructural del puente, tal vez a modo de crítica.


Esperamos el tren. La señorita Arrol está fumando. Suena la música en la zona de espera de las clases acomodadas. Ella se estira en su asiento y reprime un bostezo.

– Lo siento -dice-. Señor O… Bueno, a estas alturas podemos tutearnos. Si te llamo John, ¿tú me llamarás Abberlaine, pero nunca «Abby»?

– Por supuesto, Abberlaine.

– De acuerdo… John. Imagino que estás cualquier cosa menos contento con tu nueva vivienda.

– Es mejor que estar en la calle.

– Sí, claro, pero…

– Aunque no mucho mejor. Y sin el señor Lynch, todavía estaría más perdido, si cabe.

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