– Como vuelvas a abrir la bocaza, acabarás hablando con los pescados y los cangrejos, ¿me entiendes? -le dije a la daga, pero entonces vi a un tío que llevaba una especie de barco raro entre la niebla. El cabrón era muy feo y llevaba ropas negras y eso. Estaba de pie en el barco con los brazos cruzados. La verdad es que no sé cómo andaba el barco, supongo que por magia y eso. Cuando se acerca al borde, me subo. El tío me extiende la mano y se la cojo. «El hombrecillo de la feria», me dice sin soltarme. Ay, ay, ay…
Saqué la espada, hay que ir al tanto con esta gente. Se la puse en el cuello, pero el tío se quedó tan ancho.
– ¿Cabronte? -le pregunté.
– Caronte -me corrigió, pero parecía que le daba igual.
– No llevo pasta encima. ¿Qué tal si me lo apuntas en mi cuenta? -le dije, pero no coló.
– Debes llevar monedas. Todos los muertos deben pagar el viaje al barquero del Inframundo.
Genial. Un agarrado.
– Oye, pero yo no estoy muerto -le contesto.
– La seguridad ya no es lo que era -dice-. Tal vez sí puedas hacer algo por mí, si eres diestro con el arma blanca que empuñas.
Supongo que quiere decir la espada.
– Vale, tío. ¿Y qué quieres?
Así que me pagaba el viaje por el agua si le conseguía la cabeza de un perro que vivía al otro lado del río, en la Isla de la Muerte, y me dijo que el perro nunca perdía la cabeza. Es que resulta que el tal Cabronte quería un mascarón para el barco. Menuda cosa más rara de pedir, la verdad, pero supongo que aquí abajo la gente se vuelve un poco rara y eso.
En el otro lado del río también estaba oscuro. Cabronte se quedó esperando en el barco mientras yo subía por un camino a una especie de palacio o algo buscando al perro ese. Y de repente el cabrón del chucho me saltó encima. ¡El muy capullo tiene tres cabezas! Ladraba y gruñía mucho. Ahora pillo lo que decía el colega de que el perro no perdía la cabeza. Bueno, le corté una sin problemas… Aunque…, ¿cuántas licencias se necesitan para hacer esto, una o tres? ¿Y si luego al chucho le crece otra cabeza en el hueco? Ay, y qué coño me importará a mí…
Adivina, adivinanza.
Cuando maúlla el gato y ladra el perro,
cuando el loro habla y salta el ciervo,
busca la palabra que te dará el texto…
– ¡Eh, chucho! ¡Busca, busca! -le grito al pedazo de perro y le tiro la daga que seguía hablando y hablando por el acantilado, y el chucho salta a buscarla.
Me incliné y vi cómo se estampaba el perro en el fondo. Estaba encantado hasta que la puta cabeza que le había cortado pasó rodando a mi lado y también se cayó al acantilado. ¡Cabrona! Había perdido la cabeza y la daga, y me metí en el palacio de bastante mala leche y eso. Dentro estaba muy oscuro. Y como no veía una mierda me di un golpe en la cabeza con una puerta baja o algo. Creo que me salía sangre, porque la sangre se me metía en los ojos y no me dejaba ver nada. Iba tropezando por los sitios y quería saber dónde demonios estaba, chocándome con todo y cagándome en todo y eso. Y luego empiezo a escuchar un silbido y un ruido de flechas que me pasan por delante y chocan con las columnas y las paredes y eso. Yo casi no veía nada, pero pude ver a una especie de tía que me silbaba y me tiraba flechas. Menuda mierda. Ojalá hubiera tenido la daga.
Adivina, adivinanza.
Las piedras son grandes.
Las piedras son pequeñas.
Las piedras engañan
y no…
– ¡Cállate la puta boca y sube!
Y entonces la daga empezó a volar y se puso delante de mi mano y la pillé. Entonces la tiré y la tía que silbaba hizo un ruido muy raro y se calló. Me acerqué y miré a esa mujer horrorosa que me tiraba las flechas y todavía no veía bien, pero vaya pelos llevaba, parecían colas de rata. A lo mejor hacía años que no se los lavaba y eso. Estaba allí tumbada boca abajo llena de sangre porque tenía la daga clavada en el cuello, y se la arranqué de cuajo, y la sangre era rara, como ácido o algo así. Da igual, yo voy a ver si encuentro a la Bella Durmiente y eso.
– ¡Joder, espera un momento!
Otro chichón en la cabeza. Lo que pasa es que encontré una habitación pequeña, que era la única habitación del palacio que tenía cosas, porque lo demás estaba todo vacío. No había más mujeres feas ni perros con muchas cabezas, pero tampoco había ningún tesoro. Yo ya me pensaba que sería otra pérdida de tiempo y ya me estaba cabreando, pero por lo menos podría encontrar a esa piba durmiendo que seguro que estaba buenísima y se despertaría con un beso que yo le daría para revivirla.
¡Pero era un tío! Era una habitación con un hombre tumbado en una cama con la cara blanca y durmiendo. Tenía cosas como cofres de metal a los lados y cosas pequeñas, como cuerdas, atadas en su cuerpo. Menuda mierda. Cuando estoy a punto de rajarle el cuello, un trozo de pared se pone a hablar de repente y aparece un cuadro que se mueve. Es la cara de una pelirroja que no está mal.
– No lo hagas -
– ¿Y tú quién coño eres? -me acerco al cuadro y le pregunto.
– No lo mates -me dice la tía.