Las sábanas, blancas y frías, se enredan en mi cuerpo como cuerdas, que intento acomodar lentamente para sentirme más cómodo. Pero no puedo. Estoy atrapado, atado; el pánico me invade en un instante y, de pronto, estoy despierto, frío, empapado en sudor y sentado en la cama, frotándome la cara y mirando a mi alrededor en esta estancia lóbrega y callada.
Abro los postigos. Unos diez metros más abajo, el mar emerge de entre las rocas. Dejo la puerta del baño abierta, para poder escuchar su suave murmullo mientras estoy en la bañera.
Desayuno en un bar modesto que hay cerca de aquí. Los camareros caminan a trompicones entre mesas muy juntas con largos manteles blancos. Las gaviotas graznan y vuelan en círculo alrededor del edificio, donde están tirando sobras desde la cocina. Las alas de los pájaros brillan a la luz del día, y los delantales de los camareros chocan contra las mesas y las golpean. Llego al bar desde la habitación 306, donde he acudido para comprobar si tenía correo. Nada. Las láminas de metal de los talleres inferiores chirriaban debajo de mí.
Alargo al máximo mi última taza de café.
Me paseo de un lado al otro del puente. Muchos de los pesqueros ahora tienen dos dirigibles. Algunos de los globos deben de estar anclados directamente en el fondo del mar; unas boyas de color anaranjado marcan el lugar donde sus cables se encuentran con las olas.
Me tomo un bocadillo y una taza de té aguado para comer, sentado en un banco al aire libre. El tiempo cambia y empieza a hacer frío mientras el cielo se cubre de un gris espeso. Cuando llegué aquí, empezaba la primavera y ahora el verano casi ha terminado. Me lavo las manos en un baño público de una estación y tomo un tranvía (para obreros) hasta la sección donde debería estar la biblioteca perdida. Busco y sigo buscando, me subo en todos los ascensores y recorro todos los pasillos, pero no encuentro el dichoso ascensor en forma de «L» que estoy buscando, ni al viejo ascensorista. Mis pesquisas encuentran respuestas vacías.
La superficie del mar es ahora gris como el cielo. Los dirigibles tiran de los cables, impulsados por el viento. Me duelen las piernas de tantas escaleras que he subido. La lluvia golpea los cristales sucios de los altos pasillos. Me siento, intentando recobrar fuerzas.
Bajo la cumbre del puente, en un pasillo oscuro y con goteras, me encuentro con un gran charco lleno de bolas blancas pequeñas, justo bajo una claraboya rota. Las bolas no son lisas, tienen la superficie cubierta de pequeños hoyos y parecen muy duras. Mientras estoy mirando, otra bola cae volando desde la claraboya al suelo del pasillo. Arrastro una vieja silla cuya tapicería ha sido devorada por las polillas, la coloco bajo la claraboya y me subo encima, sacando la cabeza por el cristal roto.
A lo lejos, veo a un anciano alto de pelo blanco. Lleva unos pantalones de cuadros, un suéter y una gorra. Balancea un palo frente a un objeto pequeño que tiene delante de los pies. Una pelota blanca sale volando por los aires, directa hacia mí.
– ¡Bola! -grita el hombre (a mí, creo). La bola rebota cerca de la claraboya. El anciano se quita la gorra y, con los brazos en jarras, me mira. Me bajo de la silla y veo una escalera en un hueco, que lleva arriba. Cuando subo, no hay ni rastro del anciano. Aunque sí hay un pesquero de arrastre, rodeado de operarios y patrones. Está bajo una torre de radio estropeada, con los dirigibles desinflados colgando de las vigas más cercanas, como unas alas rotas. Está lloviendo con fuerza y las gotas aporrean furiosamente los chubasqueros de los trabajadores.
A media tarde, tengo los pies tremendamente cansados y el estómago me ruge con furia. Compro otro bocadillo y me lo como en el tranvía. Hay un monótono trecho de escaleras en espiral hasta la vieja vivienda de los Arrol. Cuando por fin llego, me duelen las piernas. Me siento como un ladrón en el desértico pasillo. Sostengo la llave del apartamento frente a mí como si fuera una pequeña daga.
El sitio es frío y oscuro. Enciendo algunas luces. Las olas grises rompen en blanco en el exterior, y el olor a salitre penetra en las frías estancias que ahora ocupo. Cierro las ventanas que he dejado abiertas por la mañana y me tumbo en la cama, solo un momento, pero caigo dormido. Regreso al páramo donde trenes imposibles me atrapan en túneles estrechos. Veo al bárbaro que recorre un infierno de dolor y tormento; yo no soy él, estoy encadenado a una de las paredes, gritándole… Él corre, arrastrando la espada. Vuelvo al puente de hierro macizo que gira hasta la eternidad en el círculo atravesado por el río. Corro y corro bajo la lluvia hasta que me duelen las piernas…
Me despierto de nuevo, empapado, pero en sudor, que no en agua de lluvia. Siento calambres en las piernas. Están tensas y agotadas. Suena un timbre, vuelve a sonar, y me doy cuenta de que llaman a la puerta.
– ¿Señor Orr? ¿John?