– Me alegro -responde suavemente. Asiente lentamente, fascinada por el fuego, con las llamas anaranjadas reflejándose en su vestido de color rubí-. Me alegro -repite.
El calor calienta su piel; el aroma de su perfume se adueña despacio del aire que hay entre nosotros. Respira profundamente y espira, sin dejar de contemplar el fuego.
Termino mi copa, cojo la botella y me siento junto a ella, para llenar de nuevo su copa y la mía. Su perfume es dulce y fuerte. Ella se desliza para sentarse en el suelo, con las piernas a un lado, apoyada sobre un brazo detrás de su cuerpo. Me mira mientras lleno las copas. Dejo la botella, la miro a la cara; tiene una pequeña mancha de carmín en la comisura de sus labios. Me mira mientras la miro, y arquea ligeramente una ceja. Le digo:
– Tu pintalabios…
Saco el pañuelo que me había bordado de un bolsillo. Ella se inclina hacia mí para permitirme limpiarle la mancha roja de carmín. Siento su respiración sobre mis dedos mientras toco su boca con el trozo de tela.
– Aquí.
– Lo siento -dice-. He dejado huella en algunos cuellos. -Su voz es suave y débil, casi un susurro.
– Vaya -respondo, fingiendo desaprobación y negando con la cabeza-. Yo no iría por ahí besando cuellos.
– ¿No? -pregunta, negando con la cabeza.
– No. -Me acerco para rozar su copa llena con la mía.
– ¿Y entonces? -Su voz no se apaga, sino que adopta un nuevo tono, conspirativo, seguro, casi irónico. Es una invitación suficiente; no me he lanzado sobre ella.
La beso, lentamente, mirando sus ojos (y ella me devuelve el beso, lentamente, mirando los míos). El sabor de su boca es una mezcla de vino, de algo salado, y con una nota de cigarrillo. La aprieto ligeramente contra mi cuerpo, y pongo una mano en su cintura, sintiendo su calor a través del suave satén rojo; el fuego crepita detrás de mí y calienta mi espalda. Muevo mi boca lentamente sobre la suya, probando sus labios y sus dientes; su lengua se encuentra con la mía. Se mueve, inclinándose por un momento hacia un lado; pienso que va a apartarse, pero solo está buscando un lugar donde dejar su copa; entonces apoya sus manos sobre mis hombros y cierra los ojos. Su respiración se acelera levemente contra mi mejilla, y yo la beso con más fuerza, abandonando mi copa sobre el brazo de una silla.
Su cabello es suave y huele a ese perfume almizclado, su cintura es aún más estrecha de lo que parecía, y sus pechos se mueven bajo el vestido rojo, cubiertos, pero no prisioneros, por algo que lleva bajo el satén. Sus medias son suaves al tacto, sus muslos están calientes; me abraza, me aprieta y me aparta, toma mi cabeza con sus manos y me mira a los ojos, con destellos en los suyos. Sus pezones forman pequeñas protuberancias bajo el vestido. Su boca está húmeda, manchada de rojo. Sonríe, traga, respira fuerte.
– No pensaba que serías tan… apasionado, John -dice, con la respiración entrecortada.
– No pensaba que podría engañarte tan fácilmente.
– Aquí, aquí. En la cama no, hará frío. Aquí.
– ¿Hay algo que tengas que hacer primero?
– ¿Qué? Ah, no, no. Solo… Oh, vamos, Orr, quítate la chaqueta… ¿o me tengo que dejar esto puesto?
– Bueno, ¿y por qué no?
El cuerpo de Abberlaine Arrol está envuelto en negro, tallado y dibujado por sedas de obsidiana. Sus medias se unen a una especie de corsé con unas ligas; otro patrón de letras «X» forma una franja voladiza desde el pubis hasta donde un sujetador negro de seda fina, casi tan transparente como las medias, abraza sus pechos firmes y perfectos; me enseña cómo desabrocharlo por la parte frontal. Sus braguitas short -gasa negra sobre vello negro- siguen en su sitio, pero son lo suficientemente anchas. Nos sentamos juntos y nos besamos suavemente, sin movernos todavía después de haberla penetrado; ella está a horcajadas sobre mí, rodea mi cuerpo con sus piernas y con las manos me sujeta los hombros. Sigue llevando las medias y los guantes.
– Tus heridas… -susurra (yo apenas llevo ropa) acariciando la zona donde me pegaron con una suavidad adormecedora que me pone el vello de punta.
– No te preocupes -respondo, besándole los pechos (sus pezones son de un color muy oscuro, gruesos y con pequeñas hendiduras y arrugas en las cimas; las areolas son suaves y redondas)-. Olvídalas.
Me inclino hacia atrás, tumbándome sobre mi ropa apilada y su vestido rojo.
Bajo ella, me muevo lentamente, sin dejar de mirar su silueta dibujada al contraluz de las llamas de la estufa. Abberlaine está suspendida en el aire encima de mí, cabalgando, con sus manos en mi pecho, la cabeza gacha, y el sujetador desabrochado balanceándose al compás de su melena negra.
Todo su cuerpo está encerrado en la lencería, una trampa absurda que no podría hacerla más deseable. Una fuerza estremecedora emana desde dentro de su cuerpo, sus huesos, su carne y su mente, que forman todo lo que ella es. Pienso en las mujeres de la torre del bárbaro.