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Y a partir de ahora, ¿qué? Pues más, mucho más, de lo mismo, me dice la parte recién saciada de mi mente; días y noches de lo mismo, semanas y meses de lo mismo. Por favor. Pero, en realidad, ¿qué? ¿Qué otra distracción, además de las bibliotecas perdidas, las misiones aéreas incomprensibles y los sueños inventados?

Sea como fuere, no veo que nada bueno pueda salir de todo esto.

Sigo caminando entre vapores, hacia sonidos de sirenas y gritos, hacia el crepitar de unas hogueras de una plataforma.

Primero veo las llamas, que se yerguen entre la niebla como mástiles temblorosos. El humo se alza como una sombra sólida entre las nubes de vapor. La gente grita, las luces parpadean. Algunos trabajadores ferroviarios pasan por delante de mí, corriendo hacia el lugar de los hechos. Entonces veo la parte trasera del tren que ha pasado hace unos minutos; es un convoy de emergencias, cargado de grúas y mangueras y ambulancias. Avanza lentamente sobre la vía, desaparece tras otro tren, este de mercancías, que se encuentra dos vías más cerca de donde yo estoy; los primeros vagones siguen sobre los raíles, pero los tres siguientes han descarrilado, y sus ruedas se apoyan sobre los canales metálicos del eje de los raíles, bien aprisionados, como los diseñadores del puente tenían bien previsto. El vagón posterior a estos tres está en posición diagonal sobre la vía, con los ejes a horcajadas sobre los raíles. Tras él, cada uno de los siguientes vagones se encuentra en peor estado que el anterior. Las llamas siguen levantándose; me encuentro cerca de su origen, siento el calor que me golpea la cara a través de la niebla. Me pregunto si debería retroceder sobre mis pasos; posiblemente no sea bienvenido aquí. No podría asegurarlo por la niebla, pero creo que estoy cerca del final de esta sección, donde el puente se estrecha como un reloj de arena en uno de sus lados, hacia el puente dentro del puente que une una sección con la siguiente.

Aquí, los vagones están desparramados donde la red central que interconecta las vías se dirige hacia el cuello del enlace con la siguiente sección, a la que acceden muy pocas líneas. El calor de este lado del tren descarrilado es terrible; grandes chorros de agua propulsados desde el tren de emergencias forman un arco sobre los vagones de mercancías que están ardiendo, siseando sobre sus maderas chamuscadas y sus armazones metálicos. Bomberos y trabajadores ferroviarios corren de un sitio a otro, mientras otros desenrollan mangueras y las conectan a las bocas de incendios. Las llamas se enroscan y tiemblan, el fuego se queja cuando el agua lo golpea. Sigo caminando, pero acelero el ritmo para escapar del calor de las llamas. El agua corre por los canales de drenaje de la plataforma y se evapora al reunirse con el sofocante calor del fuego; su vapor se añade a la niebla y a la cortina ascendente de humo negro. Algo ha prendido cerca del tren que arde y empieza a lanzar chispas a la caldera de vagones en llamas.

No puedo evitar taparme los oídos cuando paso junto a una de las sirenas que ululan entre la niebla desde uno de los laterales de la vía. Más trabajadores ferroviarios se dispersan a mi alrededor, gritando. El fuego se encuentra ahora a mi espalda, ruge entre las vigas. Al frente, el tren estrellado está tumbado, destrozado y volcado, tirado sobre las vías como si hubiera caído del cielo, como una serpiente muerta, con el armazón de sus vagones quemados a modo de costillas.

Más allá hay otro tren, más largo y con vagones de ventanillas mucho mayores que las del tren de mercancías, de las que emerge un enjambre de hombres. El morro del tren está enterrado en la locomotora aún sólida del convoy. Veo cómo ayudan a la gente a salir de entre los escombros. Hay camillas junto a la vía y el sonido de las sirenas de emergencias borra el de las sirenas de los barcos que hay más abajo. La energía colosal de esta escena desesperada me obliga a detenerme a contemplar el operativo de rescate. Del tren de pasajeros no dejan de sacar a gente ensangrentada y asustada. Se oye una explosión en los escombros que tengo detrás; los hombres corren hacia esta nueva catástrofe. Los heridos son evacuados en camillas.

– ¡Eh! ¡Usted! -me grita uno de los hombres. Está arrodillado junto a una camilla y sostiene el brazo ensangrentado de una mujer mientras otro hombre le practica un torniquete-. ¡Échenos una mano! ¡Ayude a transportar una camilla!

Hay diez o doce camillas a un lado de la vía. Los hombres se las van llevando a toda prisa, pero aún hay personas que esperan su turno. Paso por encima de los raíles, desde la pasarela al andén, me acerco a la hilera de camillas y ayudo a un trabajador ferroviario a transportar una. La llevamos al tren de emergencias, donde los camilleros se encargan de ella.

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