Читаем El puente полностью

No se lo dijo, pero recordaba haber estado en ese mismo lugar hacía años, un verano. Un tío suyo que tenía coche los llevó a él y a sus padres a dar una vuelta por los Trossachs y luego hasta Perth. Y regresaron por ese camino. Fue antes de que inaugurasen el puente-carretera en 1964 (antes incluso de que empezasen a construirlo, creía), en un día festivo en que las colas del ferry eran kilométricas. Su tío bajó a aquel lugar con el coche, para enseñarles «uno de los monumentos más majestuosos de Escocia».

¿Qué edad tendría él? No lo sabía. Posiblemente unos cinco o seis años. Su padre lo llevaba sentado sobre los hombros; él había tocado con las manos el frío granito de los soportes del puente, y había extendido los brazos con todas sus fuerzas para tocar las vigas pintadas de rojo…

La cola de coches no había menguado cuando regresaron. Así, decidieron cruzar por el puente de Kincardine.


Andrea lo besó y lo despertó de sus recuerdos, lo abrazó muy fuerte, más fuerte de lo que él pensaba que ella podría hacerlo jamás, tan fuerte que casi respiraba con dificultad. Cuando lo soltó, volvieron al coche.

Ella condujo sobre el puente-carretera. Él miró por la ventanilla, contempló sobre las aguas oscuras el puente ferroviario bajo el que estaban unos minutos antes y observó la larga fila punteada de luces de un tren de pasajeros que cruzaba sobre el río, en dirección sur. Parecían series de puntos al final de una frase o al principio de otra; tres años. Puntos como un código Morse sin sentido, una señal compuesta por letras E, H, I y S. Las luces parpadeaban entre las vigas del puente; los cables del puente-carretera pasaban demasiado rápido como para interferir en la imagen.

Nada romántico, pensaba mientras contemplaba el tren. Recuerdo cuando los trenes eran máquinas de vapor. Yo solía acudir a la estación local y quedarme en el puente peatonal que cruzaba las vías para ver los trenes que llegaban, escupiendo humo y vapor. Cuando pasaban bajo el puente de madera, el humo explotaba contra las planchas de metal que protegían las vigas; una bocanada repentina que te cubría, durante lo que parecían unos segundos eternos, con una incertidumbre deliciosa, un mundo de misterio espiral que distorsionaba el ambiente.

Pero cerraron la línea, desmontaron las máquinas, derruyeron el puente peatonal y convirtieron la estación en una atractiva residencia con un agradable aire sureño y mucho terreno. Muy exclusiva. Eso lo decía prácticamente todo. Aunque lo hubieran hecho bien, se habían equivocado.

El tren se deslizó sobre el largo viaducto y desapareció para seguir su camino. Tal cual. Nada romántico. Nada de fuegos artificiales al esparcirse las cenizas, nada de colas de cometa anaranjadas que salían de la chimenea, ni tan siquiera una nube de vapor (intentaría escribir un poema a este respecto al día siguiente, pero no saldría nada satisfactorio y lo tiraría a la basura).

Volvió de nuevo la cabeza y bostezó mientras Andrea aminoraba la marcha para pasar el peaje.

– Sabes el tiempo que tardan en pintarlo, ¿no? -le preguntó.

– El qué, ¿el puente ferroviario? -inquirió ella mientras bajaba la ventanilla y buscaba monedas en su bolsillo-. Ni idea. ¿Un año?

– Incorrecto -respondió él, cruzando los brazos y contemplando la luz roja de la cabina-. Tres. Tres putos años.

Ella no dijo nada. Pagó el peaje y la luz cambió a verde.


Él se puso a trabajar y progresó. Sus padres estaban orgullosos de él. Le concedieron una hipoteca para adquirir un apartamento pequeño en Canonmills. La empresa para la que trabajaba le permitió añadir cierta suma de dinero a su coche de empresa, una vez hubo ascendido al nivel de la decadencia burguesa, con lo que cambió su BMW por otro mayor y mejor. Andrea le escribía cartas y siempre hacía la misma broma cuando hablaba de los dos.

John Peel era el locutor nocturno de Radio 1. Gracias a él, compró el álbum Past, Present and Future, de Al Stewart. Había canciones como «Post World War Two Blues» que casi le hacían llorar; de hecho,«Roads to Moscow» lo consiguió una vez, y «Nostradamus» lo dejó preocupado. También escuchaba mucho el álbum The Confessions of Doctor Dream, tumbado en el suelo con los auriculares puestos y las luces apagadas, canturreando al son de la música a todo volumen. La primera canción de la épica segunda cara se titulaba «Daño neuronal irreversible».


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