No podía creerlo. Intentó llamar de nuevo, pero el teléfono comunicaba. La operadora internacional tampoco pudo contactar. Dejó el teléfono sobre la cama, sin oír siquiera los tonos intermitentes mientras se vestía, tras lo que salió a toda prisa con el Porsche, tomó una carretera larga y helada iluminada por las estrellas hacia el norte, en dirección a los Cairngorms. La mayor parte de las cintas que llevaba en el coche eran álbumes de Peter Atkin, pero las letras de Clive James eran demasiado profundas y melancólicas como para conducir rápido e intentando no pensar, y las cintas de reggae -la mayoría de Bob Marley- estaban algo pasadas. Le hubiera gustado escuchar a los Stones. Al final, encontró una cinta vieja, que casi había olvidado, y puso a todo volumen el radiocasete para escuchar Rock and Roll Animal una y otra vez durante todo el camino con una expresión entre sarcástica y despectiva en el rostro. «Allo?», espetaba con voz nasal a los faros de los escasos coches que se cruzaban con él. «Allo? Ça va? Allo?».
Volvió a aquel lugar en el camino de vuelta. Se quedó allí, debajo del gran puente rojo cuyo color comparó una vez con el del pelo de Andrea. Espiró vaho mientras el Porsche rugía en el círculo de grava para dar la vuelta, y mientras los primeros rayos del amanecer dibujaban el puente, una silueta de arrogancia, gracilidad y poder contra las pálidas llamas del cielo de una mañana de invierno.
El funeral se celebró dos días más tarde; él se había quedado con su padre en su casa todo el tiempo tras preparar una maleta rápida en su apartamento y arrojar con rabia el quejumbroso teléfono. Ignoró totalmente el correo. Stewart Mackie asistió al funeral.
Mirando el ataúd de su madre, esperó lágrimas que no llegaron y rodeó a su padre con los brazos para darse cuenta en aquel preciso instante de que el hombre era más delgado y menudo que antes, y de que temblaba en silencio, como un alambre fino.
Cuando se marchaban, en las puertas del cementerio, se encontraron con Andrea, que salía de un taxi del aeropuerto, vestida de negro y con una pequeña maleta. Él no pudo pronunciar palabra.
Ella lo abrazó, habló con su padre y luego se acercó a explicarle que había intentado devolverle la llamada cuando se cortó la comunicación. Lo había intentado durante dos días, había mandado telegramas, había pedido a varias personas que se acercasen a su casa a buscarlo. Finalmente, había decidido acudir personalmente; telefoneó a Morag a Dunfermline en cuanto bajó del avión, y averiguó lo que había ocurrido y dónde se celebraba el funeral.
Lo único que pudo decir él fue «gracias». Se volvió hacia su padre y lo abrazó, y entonces lloró, empapó el cuello de su padre con más lágrimas de las que jamás pensó que sus ojos podrían albergar; lloró por su madre, por su padre, por él mismo.
Ella solo podía quedarse una noche; debía regresar para estudiar para unos exámenes. Los tres años se habían convertido en cuatro. ¿Por qué no iba él a París? Durmieron en camas separadas en casa de su padre, que pasó la noche entre el sonambulismo y las pesadillas, por lo que él había decidido dormir en la misma habitación, para despertarlo o procurar que no se hiciese daño.
La llevó en coche hasta Edimburgo, comieron allí con sus padres y la acercó al aeropuerto.
– ¿Quién era tu amigo, el que respondió al teléfono en París? – le preguntó, aunque deseó haberse mordido la lengua.
– Gustave -se limitó a responder ella-. Te caería bien.
Él le deseó un feliz vuelo.
Observó cómo el avión despegaba hacia el cielo aguamarina de una gélida tarde de invierno; e incluso lo siguió con la mirada mientras viraba hacia el sur; se inclinó hacia delante al volante de su Porsche, contemplando a través del parabrisas el avión que se elevaba por el azul inmaculado del cielo despejado, y condujo tras él como si quisiera alcanzarlo.
Empezaba a emanar una estela de vapor cuando lo perdió de vista, centelleando y desapareciendo más allá de las Pentland Hills.
Se sintió remolcado por la edad. Durante un tiempo, leyó The Times, alternando con Morning Star. Miraba el logotipo del primero y pensaba que apenas podía parar las páginas del tiempo presente mientras pasaban, casi oía el crujido de las hojas que giraban; el futuro se convertía en presente, el presente en pasado. Una verdad tan banal, tan obvia y tan asumida que, de alguna forma, había conseguido ignorar hasta aquel momento. Se empezó a peinar de forma que no se notasen las entradas de su cabeza, que eran del tamaño de una moneda de dos peniques. Cambió a The Guardian.