Читаем El puente полностью

Empezó a jugar al golf, convencido por Stewart. También se unió a Amnistía Internacional, tras años de dar vueltas al asunto y de enviar un generoso cheque al ANC después de que su empresa firmase un contrato con Sudáfrica. Vendió el Porsche y compró un Saab Turbo nuevo. Conducía hacia Gullane un soleado sábado de junio para jugar al golf con el abogado, escuchando una cinta cuyas dos únicas canciones eran Because the Nighty Shot by Both Sides, grabadas seguidas en las dos caras del casete, cuando se cruzó con el Bristol 409 azul del abogado, remolcado por una grúa. Pasó de largo, intentando convencerse de que el coche con el frontal destrozado y el parabrisas roto no era el del señor Cramond, pero dio la vuelta y regresó donde dos jóvenes policías tomaban medidas de la carretera, del arcén lleno de cristales y del muro destrozado.

El señor Cramond había muerto al volante; un ataque al corazón. Pensó que tampoco era una forma tan mala de morir, dado que no había colisionado con nadie más.

Lo único que no debía decir a Andrea, pensó, es «no debemos seguir viéndonos así». Se sentía algo culpable por haberse comprado un traje negro para el funeral del señor Cramond, cuando lo único que pudo llevar al de su madre fue un brazalete de tela.

Conducía en dirección al crematorio con el estómago revuelto; tenía resaca porque la noche anterior se había bebido una botella de whisky casi entera él solo. Sentía que estaba incubando un resfriado. Por alguna razón, mientras atravesaba una enorme puerta gris con el coche, supo que ella no estaría allí. Se sentía mal físicamente, y estaba a punto de dar la vuelta y marcharse, sin rumbo, a cualquier parte. Intentó controlar su respiración y los latidos de su corazón y el sudor de sus manos; estacionó el Saab en una de las hileras de coches del aparcamiento inmaculado del crematorio.

En el funeral de su madre no se había sentido así, y eso que tampoco podía decirse que estuviera tan unido al abogado. Tal vez los demás pensarían que aún estaba borracho; se había duchado y cepillado los dientes, pero probablemente el olor a whisky rezumaba por todos los poros de su piel. Pese a su nuevo traje, se sentía sucio. Se preguntó si debía haber llevado una corona de flores. Ni se le había ocurrido.

Echó un vistazo por los coches. Seguro que ella no estaría, aunque irónicamente, cuando él se vio rendido ante la tumba de su madre, apareciera de repente. Todo formaba parte del rico patrón de la vida, según se dijo a sí mismo, mientras se ajustaba la corbata antes de acercarse a las puertas abiertas del crematorio. Recuerda, hijo, pensó, este es el país de los murciélagos.

Evidentemente, ella estaba allí. Se la veía mayor, pero también más bella; bajo sus ojos había unas pequeñas arrugas que él jamás había visto; bolsitas que le otorgaban el aspecto de una persona que había expuesto eternamente su mirada a una tormenta del desierto. Ella le tomó la mano, lo besó, y lo abrazó durante un segundo; él quería decirle que estaba guapa, que el color negro le sentaba tan bien; pero aunque mentalmente él se decía lo cretino que era, de su boca salió un balbuceo igualmente inane, pero algo más aceptable. No había lágrimas en los ojos perfectamente maquillados de ella.

La ceremonia fue breve y de sorprendente buen gusto. El ministro había sido amigo personal del abogado, y al escuchar sus cortos pero sinceros encomios, sintió que se le inundaban los ojos. Pensó que debía de estar haciéndose mayor; o eso, o bebía demasiados licores fuertes que lo estaban ablandando. El hombre que era diez años antes se hubiera reído de este, a punto de llorar por las palabras pronunciadas por un ministro deshaciéndose en alabanzas hacia un abogado de clase media alta.

Qué más daba. Tras la ceremonia, habló con la señora Cramond. Si no la hubiera conocido bien, habría jurado que estaba bajo los efectos de alguna droga; tenía el rostro enrojecido, los ojos vacíos y un brillo enérgico en la piel; ni una lágrima en su gesto de incredulidad, un estado de shock producido por la pérdida del hombre que, durante más de media vida, había sido su media vida; una pérdida más allá de lo apremiante del propio dolor. Lo asoció al instante que sigue de inmediato a una lesión, como el ojo que ve el martillo machacando el dedo, o el cuchillo rebanando la carne, pero antes de que fluya la sangre o de que la señal de dolor llegue al cerebro. En aquel momento, ella se encontraba en aquella penumbra, flotando en la calma que precede al huracán. Al día siguiente se marchaba de vacaciones con una hermana suya, a Washington DC.

Lo último que le dijo fue:

– ¿Cuidarás de Andrea? Estaban muy unidos y ella no vendrá conmigo. ¿La cuidarás?

– Estará bien cuidada…, hay alguien en París, y quizá…

– No -interrumpió la señora Cramond, negando efusivamente con la cabeza (gesto heredado por su hija, de pronto vio a una en la otra)-. No. Eres tú. Ahora tú estarás más cerca de ella que nadie.

Le estrechó la mano antes de dirigirse al Bentley de su hijo.

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