A partir de entonces, dedicó más tiempo a hacer compañía a su padre. Muchos fines de semana iba a su nueva casa, un apartamento más pequeño, y regalaba los oídos del hombre con historias sobre el maravilloso mundo de la ingeniería en los setenta: tuberías y fibras de carbono, el láser, la radiografía, los productos derivados de la investigación espacial. Le describía la fuerza furiosa, la energía increíble, de una planta eléctrica cuando se somete a una purga, cuando las calderas recién llenadas se encienden, el agua las alimenta, por las tuberías corre el vapor a temperaturas máximas, y cualquier pedacito de soldadura, tornillo, guante, corazón de manzana o lo que sea que se haya perdido en la inmensidad de la maquinaria, explota dentro de las enormes tuberías y vuela en el ambiente, y limpia todo el sistema de residuos antes de que las turbinas y las calderas se unan, con sus miles de hojas, delicadas y caras, y sutiles resistencias. Una vez, vio la cabeza de un martillo lanzada a cuatrocientos metros por una purga de vapor; fue a dar a una furgoneta aparcada. El ruido habría avergonzado al mismísimo Concorde; era el sonido del fin del mundo. Su padre sonreía y asentía atentamente en su silla.
Seguía viendo a los Cramond; el abogado y él se sentaban a veces hasta las tantas, como dos viejos, a arreglar el mundo. El señor Cramond creía que las leyes, la religión y el miedo eran necesarios, y que un gobierno fuerte, aunque fuese malo, era mejor que ninguno. Discutían, pero siempre de forma amigable; él nunca pudo explicarse por qué, o cómo, se llevaban tan bien. Tal vez porque, en el fondo, ninguno de los dos se tomaba en serio nada de lo que decían, o tal vez porque ninguno de los dos se tomaba en serio nada en absoluto. Coincidían en que todo era un juego.
Elvis Presley murió, pero a él le sentó peor que Groucho Marx muriese la misma semana. Compró álbumes de los Clash y los Sex Pistols; menos mal que por fin había muestras de algo anárquico, aunque escuchase más a Jam, Elvis Costello y Bruce Springsteen. Todavía se veía con gente de la universidad, además de Stewart, incluidos algunos militantes de pequeños partidos revolucionarios. Dejaron de intentar convencerlo de unirse a ellos cuando él les confesó que era totalmente incapaz de seguir una línea política. Cuando China invadió Vietnam y tuvieron que intentar demostrar que al menos uno de ellos no era socialista, encontró que las contorsiones teológicas resultantes fueron la mar de divertidas. Conoció a gente más joven que él en un grupo de escritura de poesía de la universidad con el que se reunía esporádicamente, también conoció a una minoría selecta del antiguo grupo de Andrea, y salía de vez en cuando con un par de compañeros de la nueva empresa para la que trabajaba. Era joven, se ganaba bien la vida y aunque le hubiera gustado ser más alto y no tener el pelo de un tono castaño vulgar (con entradas del tamaño de una moneda de cincuenta peniques: la inflación), era bastante atractivo; había perdido la cuenta del número de mujeres con las que se había acostado. Cada dos o tres días compraba una botella de Laphroaig o Macallan; compraba hachís cada dos meses y se fumaba un porro antes de irse a dormir. Dejó el whisky durante algunas semanas, solo para asegurarse de que no se estaba convirtiendo en un alcohólico, y cuando se hubo cerciorado, se racionó la dosis a una botella semanal.
Los dos compañeros de trabajo intentaron convencerlo de unirse a ellos para montar su propio negocio, pero él no estaba seguro. Habló sobre el tema con el señor Cramond y con Stewart. El abogado le dijo que, en principio, era una buena idea, pero implicaba trabajar duro; la gente siempre pensaba que las cosas eran más fáciles de lo que eran. Stewart se limitó a reír y a decir: «Bien, ¿por qué no?» Si otros lo habían hecho, bien podía hacerlo él, si pagaba los impuestos y contrataba a un buen asesor contable si los tories se entrometían. Pero Stewart tenía sus propios problemas, y más graves; llevaba años encontrándose mal y finalmente le habían diagnosticado una diabetes. Bebía botellines de Pils cuando se reunían y miraba con envidia las pintas de los demás.
Él no tenía claro lo de asociarse con sus compañeros. Escribió una carta a Andrea, que le animó a hacerlo sin dudarlo. También le dijo que regresaría pronto, ya que le faltaba poco para tener al ruso dominado hasta su entera satisfacción. Él pensó: lo creeré cuando la vea aquí.