Читаем El puente полностью

Todas las cosas siguen un determinado patrón, según había comentado con Stewart Mackie. Shona y Stewart se habían trasladado a Dunfermline, al otro lado del río, en Fife. Ella había estudiado para dar clases de Educación Física en el Dunfermline College of Physical Education (que curiosamente no estaba en Dunfermline, como su nombre podría sugerir, sino cerca de Edimburgo) y parecía casi apropiado que empezase a ejercer en el propio y auténtico Dunfermline; de una capital desahuciada a otra. Stewart aún estaba terminando el posgrado en la universidad, donde posiblemente se quedaría a impartir clases. Shona y Stewart llamaron como él a su primer hijo. Nunca pudo expresarles lo mucho que aquello había significado para él.


Viajó. En tren por Europa, y también por Canadá y América. A pie y en autobús por Marruecos; aquel viaje no le gustó, solo tenía veinticinco años, pero ya se sentía mayor para ciertas cosas. Su mata de pelo ya empezaba a clarear. No obstante, aún realizó un maravilloso viaje en tren, recorriendo España en veinticuatro horas, desde Algeciras hasta Irún, con unos americanos que tenían el mejor hachís que había probado jamás. Había contemplado el amanecer en las llanuras de La Mancha, mientras escuchaba las sinfonías que interpretaban las ruedas de acero del tren contra las vías.


Siempre encontraba excusas para no ir a París. No quería verla allí. Ella venía de visita de vez en cuando y siempre estaba cambiada, distinta, más seria e irónica y aún más segura de sí misma. Ahora llevaba el pelo corto; muy chic, se suponía. Pasaban las vacaciones en la costa este y en las islas (cuando él tenía varios días acumulados) y visitaron una vez la Unión Soviética, primera ocasión para él y tercera para ella. Recordaba los trenes, por supuesto, pero también la gente, la arquitectura y los monumentos conmemorativos. Aunque no era lo mismo. Él se sentía frustrado, incapaz de pronunciar más que unas simples palabras sueltas, mientras ella charlaba distendidamente con todo el mundo, lo que le hizo sentir que la había perdido por un idioma (y por una lengua extranjera, pensó amargamente; sabía que había otro hombre en París).

Trabajó en diseños de plataformas petrolíferas y refinerías, con lo que consiguió bastante dinero. Le mandaba una parte a su madre, ahora que su padre se había jubilado. Se compró un Mercedes y lo cambió poco después por un viejo Ferrari que le trajo problemas. Finalmente, se decidió por un Porsche de segunda mano de tres años, aunque hubiera preferido uno nuevo.

Empezó a salir con una chica llamada Nicola, una enfermera a la que conoció cuando estuvo ingresado por la apendicitis. La gente bromeaba con sus nombres, los llamaba imperialistas y les preguntaba cuándo pensaban recuperar Rusia. Ella era rubia y bajita, y tenía un cuerpo generoso y permisivo; no le gustaba que él fumase hachís y siempre le decía -cuando tiraba la casa por la ventana y compraba cocaína- que era una total locura malgastar el dinero metiéndoselo por la nariz. Él sentía un gran cariño por ella, y así se lo dijo cuando creyó que había llegado el momento de decirle que la quería. Pero ella se lo tomó a broma y rieron juntos, aunque él se percató de que fue lo único con lo que bromearon a lo largo de su relación. Ella conocía la existencia de Andrea, pero nunca hablaba de ella. Se separaron al cabo de seis meses. A partir de entonces, cuando le preguntaban, él decía que iba de flor en flor.

El teléfono sonó una noche a las tres de la madrugada, mientras él se estaba tirando a una antigua compañera de clase de Andrea. El aparato estaba en la mesita de noche, y ella le dijo entre risillas que contestase. Así lo hizo. Era su hermana Morag, llamaba para decirle que su madre había muerto de un infarto hacía una hora en el hospital Southern General de Glasgow.

La señora McLean debía volver a su casa de todos modos. Lo dejó sentado en la cama, con la cabeza hundida entre las manos y pensando que, al menos, no había sido su padre, y odiándose a sí mismo por ello.

No sabía a quién llamar. Pensó en Stewart, pero no quería despertar a su hijo pequeño; ya habían tenido problemas porque el niño no dormía bien. Llamó a Andrea a París. Contestó un hombre, y cuando ella se puso al teléfono con voz somnolienta, parecía no saber con quién estaba hablando. Él le dijo que tenía una mala noticia… y ella colgó.

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