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Entonces, el tren aminoró progresivamente la marcha y, antes de que acelerase de nuevo, oí, a través del ruido menguante de su avance, los sonidos lejanos de un bosque silvestre y oscuro. También vi que la luz que había tomado erróneamente por un banco de nubes era en realidad una valla irregular de madera que se encontraba a unos tres kilómetros de mí. Reí con alegría y me senté junto a la ventanilla hasta que el amanecer bañó el bosque verde con el rocío de la aurora.

Aquel día el tren redujo la velocidad y penetró en las afueras de una extensa población. Se adentró sinuosamente en una estación ferroviaria de maniobras, para detenerse en un largo andén situado más abajo. Me escondí en un armario. Oí voces, ronroneos de máquinas no identificables dentro de los vagones, y luego el silencio. Intenté salir de mi armario, pero lo habían cerrado por fuera. Mientras me preguntaba qué haría a continuación, escuché unas voces al otro lado de la puerta metálica tras la que me ocultaba, e imaginé que el tren se estaba llenando de gente. Al cabo de unas horas, el tren arrancó de nuevo. Aquella noche dormí en el armario y fui descubierto por un camarero a la mañana siguiente.


El tren estaba lleno de personas; hombres y mujeres bien vestidos, con todo el aspecto de proceder del puente. Lucían atuendos veraniegos, y tomaban cócteles con hielo en las mesitas de los vagones de pasajeros. Se mostraron levemente contrariados cuando vieron cómo un policía ferroviario me arrastraba por el tren; yo iba con mi ropa arrugada y sucia, y él forzaba uno de mis brazos contra mi espalda. Fuera, el paisaje era montañoso, lleno de túneles y torrentes rocosos enmarcados por viaductos enormes. Me interrogó un auxiliar de los bomberos, un joven con un uniforme blanco radiante que parecía inadecuadamente impecable dado su rango. Me preguntó cómo había llegado a bordo y le conté la verdad, que subí al tren y me quedé encerrado en uno de los vagones de equipajes. Me dieron una buena comida, a base de las sobras de la cocina. Me quitaron la ropa, la lavaron y me la devolvieron. El pañuelo que Abberlaine Arrol me había bordado, y sobre el que había impreso la mancha roja de sus labios, volvió completamente limpio.

El tren viajó durante varios días a través de unos montes y de una llanura alta revestida de hierba, donde distintas manadas de animales huyeron al verlo aparecer junto a un viento incesante. Después del prado verde, el convoy empezó a ascender por una cadena de montañas. Avanzaba entre ellas a través de largos viaductos y túneles, reduciendo la velocidad y deteniéndose siempre en pequeñas poblaciones a lo largo del camino, entre bosques verdes, lagos azules y peñascales escarpados. El vagón minúsculo donde me habían encerrado solo tenía una ventanilla de unos sesenta centímetros de largo y quince de alto, pero podía observar la escena con la claridad suficiente, mientras los aromas frescos y enrarecidos de las montañas y las mesetas se colaban por la gran puerta de equipajes situada en un extremo del vagón, y me envolvían con las fragancias que creía recordar, atormentado, de hacía mucho tiempo.

Tuve otros sueños, además de aquel recurrente del hombre; una noche soñé que me despertaba y me acercaba a la minúscula ventana, y veía una explanada cubierta de rocas, y entre ellas, dos juegos de faros débiles que se acercaban el uno al otro en el páramo iluminado por la luna. Justo cuando se detuvieron, frente a frente, el tren se adentró en un túnel. En otra ocasión, creí que estaba mirando al exterior durante el día, mientras el tren avanzaba sobre la cumbre de un gran acantilado frente a un mar azul y brillante, encordado con nubes esponjosas que el tren atravesaba una y otra vez. A veces, en los espacios claros y a lo lejos, sobre la superficie del mar bruñido por el sol, me parecía ver dos barcos que navegaban uno junto al otro, y grandes bocanadas de humo gris y ráfagas de llamas entre ambos. Pero estaba soñando despierto.


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