Durante su reunión con Ardizzone se mostró hábil, sagaz, brillante y amablemente expeditivo como nunca antes. A Ardizzone, viendo cómo caían uno a uno todos los argumentos que aducía para justificar su voluntad de cambiar de entidad bancaria, no le quedó más remedio que aceptar la razonable propuesta que él le hacía. Una hora y media después de haber pasado por delante del motel, se encontró de nuevo en el mismo sitio. A la derecha, la carretera estaba flanqueada por un seto bastante alto y tupido de ciruelo silvestre. Dio marcha atrás, pasó por encima de un arcén poco profundo y estacionó el coche unos metros más allá, en un hueco del seto, a resguardo de miradas curiosas y con una buena vista de la entrada del motel. No había ningún coche en la explanada, pero estaba seguro de que su mujer se encontraba todavía dentro. Había transcurrido poco tiempo; seguramente Adele y su amante aún estaban retozando en la cama. Porque Adele necesitaba una hora y media sólo para empezar.
– ¡Procura pensar un poco, papá! ¡Entre tú y esa chica hay un cuarto de siglo de diferencia! -le había dicho Luigi casi a gritos-. ¡Reflexiona, por Dios! ¡Tiene la misma edad que yo! -Ella también es viuda, como yo. -¡No digas chorradas, papá! ¡Tú eres un viudo de cincuenta y cinco años, y ella, una viudita de treinta!
Cuando el presidente en persona se lo presentó, Angelo Picco era un joven treintañero y todavía soltero. -Quisiera que lo tomara como ayudante personal para que pueda aprender de alguien con su experiencia. Se lo agradeceré mucho. Él buscó información y se enteró de que el joven era el sobrino predilecto de un alto funcionario del Banco de Italia. Lo tuvo a su lado durante tres meses y al cabo se convenció de que no merecía la pena. No porque Angelo Picco fuera duro de mollera -al contrario, era rápido e inteligente-, sino porque las actividades bancarias le importaban un bledo. Lo único que lo apasionaba eran las motocicletas y todo lo que giraba a su alrededor. Tenía una potente moto con la que iba al banco y que aparcaba estratégicamente para poder verla desde su despacho. De vez en cuando se acercaba a los ventanales y le lanzaba una mirada de enamorado. Había guardado en un cajón la cajita con cien tarjetas de visita que el banco le entregó,
Pasados cuatro meses, Angelo dejó en su escritorio una participación de boda y lo invitó a ella. Como es natural, él no asistió; se limitó a enviarle un regalo. Recibió una tarjeta: «Adele y Angelo con gratitud.» Picco se reincorporó tras un mes de vacaciones nupciales y enseguida quedó claro que el matrimonio no le había sentado bien. Estaba más distraído y desatento que antes. Decidió esperar a que Angelo cumpliera un año de trabajo antes de hablar al respecto con el presidente. Un lunes, cuando faltaba un mes para que se cumpliera el plazo, consideró adecuado comunicar a Angelo la negativa opinión que daría al presidente acerca de él. -Envíeme a Picco -le dijo a su secretaria por el interfono. -Esta mañana no ha venido. -¿Ha llamado? -No. ¿Quiere que me informe? -Sí, gracias. Cinco minutos después la secretaria entró trastornada en su despacho. -El